sábado, 7 de abril de 2018

Misterios gozosos (1)


El próximo lunes, 9 de abril, celebraremos en toda la Iglesia la Solemnidad de la Anunciación del Señor. Estamos terminando la Semana de Pascua y la alegría de la Resurrección del Señor invade nuestra alma.

La Anunciación, de Fra Angelico.jpg

Por otra parte, el 16 de octubre de 2018 se cumplen 15 años del final del Año del Rosario (2002-2003), proclamado por San Juan Pablo II un año antes, con la publicación de la Carta Apostólica Rosarium Virginis Mariae (RVM).

Hemos pensado dedicar los posts de este blog, a partir de ahora y durante las siguientes 20 semanas, a la contemplación del misterio de Cristo, en los 20 misterios del Santo Rosario (ver El Santo Rosario, en Garabandal y este vídeo de Pueblo de María).

“El Rosario, en efecto, aunque se distingue por su carácter mariano, es una oración centrada en la cristología. En la sobriedad de sus partes, concentra en sí la profundidad de todo el mensaje evangélico, del cual es como un compendio” (RVM, 1).

El Rosario era la oración predilecta de San Juan Pablo II: “¡Plegaria maravillosa! Maravillosa en su sencillez y en su profundidad” (RVM, 2). Es un camino de auténtica contemplación que se corresponde, de algún modo, con la “oración del corazón”, u “oración de Jesús”, surgida sobre el humus del Oriente cristiano (cfr. RVM, 5).

En el Rosario contemplamos el rostro de Cristo y la mejor manera de hacerlo es de la mano de Nuestra Señora, buscando los cinco aspectos de la contemplación de Cristo que Ella nos enseña: 1) Recordar los misterios de Cristo, 2) Comprenderlos, 3) Configurarse con Él, 4) Rogarle a través de María (especialmente por la paz y por la familia) y 5) Anunciar a Cristo con María (cfr. RVM, 12-17). “Nadie se ha dedicado con la asiduidad de María a la contemplación del rostro de Cristo” (RVM, 10).

Iremos, por tanto, señalando algunos puntos que nos puedan servir para contemplar con más fruto los misterios del Rosario. En primer lugar, los gozosos.

Misterios gozosos del Santo Rosario. La Anunciación del Señor o la Encarnación del Hijo de Dios

Se aconseja rezar los misterios gozosos los lunes y los sábados. El primero es la Anunciación del Señor, que contemplaremos a continuación.

1. “Alégrate María”

La característica principal de estos misterios es “el gozo que produce el acontecimiento de la encarnación. Esto es evidente desde la anunciación, cuando el saludo de Gabriel a la Virgen de Nazaret se une a la invitación a la alegría mesiánica: "Alégrate, María"” (RVM, 20).

“En aquel tiempo, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a una virgen desposada con un hombre llamado José, de la casa de David; el nombre de la virgen era María.
El ángel, entrando en su presencia, dijo:
«Alégrate, llena de gracia, el Señor está contigo»”  (Lc 1, 26-28).

¿Por qué el Arcángel Gabriel comienza con estas palabras el anuncio de la encarnación del Hijo de Dios? Porque no puede haber noticia más buena (Evangelio) para el hombre caído. Es la Luz de Dios que se enciende de una manera sorprendente y comienza a disipar las tinieblas del pecado.

La alegría de la Virgen es silenciosa, contenida. Sólo la guarda ella, en un principio: no se la comunica ni a José, su esposo. Es la alegría y el silencio de Dios en Ella. Así comienza la redención de los hombres. De este modo, tan oculto y sencillo, inicia la revelación del designio salvífico de Dios.
   
¿Cuál es la causa de la alegría de la Virgen? La gracia de la que está llena delante de Dios: “El Señor está contigo”. La presencia de Dios en nuestra vida, y de un Dios tan cercano que se ha querido hacer uno de nosotros, es la razón de nuestra alegría permanente, que nadie nos puede quitar. El saber que Dios nos ama tanto, el conocer el amor de Dios en profundidad es lo que más nos puede alegrar en esta vida.

Si conocieras el amor de Dios”, dice Jesús a la samaritana, junto al Pozo de Sicar. María nos enseña a conocer el amor de Dios porque Ella lo experimentó toda su vida pero especialmente a partir de que tuvo en su seno al Altísimo que se hizo Niño pequeño dentro de Ella.  

“Los ojos de su corazón se concentran de algún modo en Él ya en la Anunciación, cuando lo concibe por obra del Espíritu Santo; en los meses sucesivos empieza a sentir su presencia y a imaginar sus rasgos. Cuando por fin lo da a luz en Belén, sus ojos se vuelven también tiernamente sobre el rostro del Hijo, cuando lo "envolvió en pañales y le acostó en un pesebre" (Lc 2, 7)” (RVM, 10).

Siempre que leemos el relato de la Anunciación lo deberíamos hacer de rodillas: tan sublime es todo lo que ahí se expresa con la mayor sencillez.

Los santos —como san Josemaría— y los artistas cristianos, como Fra Angélico, se imaginan a María recogida en oración. Su alegría era una alegría con contenido. María era una mujer reflexiva, que meditaba en su corazón todo lo que sucedía en Ella y a su alrededor.

2. La humildad del Creador y la humildad de la creatura

Benedicto XVI, en la homilía que pronunció en el Santuario de Loreto el 2 de septiembre de 2007, decía que en la contemplación de este misterio podemos aprender la humildad del Creador y la humildad de la creatura. La encarnación es un encuentro de dos humildades.

“Dios "ha puesto los ojos en la humildad de su esclava" (Lc 1, 48). Dios aprecia en María la humildad, más que cualquier otra cosa. Aquí, nuestro pensamiento va naturalmente a la Santa Casa de Nazaret, que es el santuario de la humildad: la humildad de Dios, que se hizo carne, se hizo pequeño; y la humildad de María, que lo acogió en su seno. La humildad del Creador y la humildad de la criatura” (Benedicto XVI, Homilía del 2-IX-2007).

Al contemplar el primer misterio gozoso podemos fijarnos también en este otro rasgo de la Virgen que la hace ser tan querida por Dios: la humildad.

“Ella se turbó grandemente ante estas palabras y se preguntaba qué saludo era aquel.
El ángel le dijo:
«No temas, María, porque has encontrado gracia ante Dios. Concebirás en tu vientre y darás a luz un hijo, y le pondrás por nombre Jesús.
Será grande, se llamará Hijo del Altísimo, el Señor Dios le dará el trono de David, su padre; reinará sobre la casa de Jacob para siempre, y su reino no tendrá fin»”  (Lc 1, 29-33).

María es consciente de la trascendencia de las palabras del Ángel. Por eso se “turba”, en su humildad. Es la reacción natural de una joven que se sabe muy poca cosa y se asombra de la misión sublime a la es llamada: ser la Madre de Dios.

El Papa Benedicto XVI afirmaba que actualmente no se valora debidamente la virtud de la humildad. El humilde parece que no tiene nada que decir al mundo. Y sin embargo, este es el camino real, decía.

Y no sólo porque la humildad es una gran virtud humana, sino, en primer lugar, porque constituye el modo de actuar de Dios mismo. Es el camino que eligió Cristo, el mediador de la nueva Alianza, el cual, "actuando como un hombre cualquiera, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte, y una muerte de cruz" (Flp 2, 8)” (Ibidem).

Por eso, el Papa aconsejaba a los jóvenes en Loreto:

“El mensaje es este: no sigáis el camino del orgullo, sino el de la humildad. Id contra corriente:  no escuchéis las voces interesadas y persuasivas que hoy, desde muchas partes, proponen modelos de vida marcados por la arrogancia y la violencia, por la prepotencia y el éxito a toda costa, por el aparecer y el tener, en detrimento del ser” (Ibidem).

3. El fiat de la Virgen. La vocación de cada hombre: maduración en la fe

El primer día de la creación Dios dijo “Fiat Lux”, “Qué la Luz exista”. Con la encarnación de Jesucristo, comienza el camino de la Nueva Creación, que culminará el día de la Resurrección del Señor con un nuevo estallido de Luz divina para el hombre y para el mundo.  

Cristo es el Camino. En Él conocemos el amor de Dios y conocemos la dignidad de cada hombre. Mirar a Cristo es la vocación de todo hombre. Él desea salvarnos pero nos pide corresponder a la fe que nos da a todos. La vocación personal es una maduración de nuestra fe en Cristo.

Dios quiere contar con nosotros, con nuestra libertad. Al “Fiat lux” de la creación, responde María con su sencillo “fiat mihi secundum verbum tuum”; “hágase en mí según tu palabra”.

“Y María dijo al ángel:
«¿Cómo será eso, pues no conozco varón?».
El ángel le contestó:
«El Espíritu Santo vendrá sobre ti, y la fuerza del Altísimo te cubrirá con su sombra; por eso el Santo que va a nacer será llamado Hijo de Dios.
También tu pariente Isabel ha concebido un hijo en su vejez, y ya está de seis meses la que llamaban estéril, «porque para Dios nada hay imposible»».
María contestó:
«He aquí la esclava del Señor; hágase en mí según tu palabra».
Y el ángel se retiró” (Lc 1, 34-38).
 
Ante la pregunta de María sobre cómo podrá llevarse a cabo el designio salvífico de Dios (el nombre de “Jesús” que debe poner a su Hijo significa “Dios salva”), la respuesta del ángel, en el fondo es sencilla: ten fe, Dios lo hará todo, “para Dios no hay nada imposible”.

El amor de Dios se manifiesta para cada uno de modo diferente, porque todos somos hijos suyos “únicos”. No hay dos almas iguales. Cada uno tenemos una vocación personal, que también puede realizarse en uno de los muchos caminos de santidad que se han abierto en la Iglesia.

Dios no deja sin vocación o sin misión a nadie. Cada uno tenemos la tarea de descubrir la propia vocación y de seguirla, confiando plenamente en que “quien ha comenzado en nosotros una obra buena, Él la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús” (cfr. Fil 1, 6).

Dios es quien escoge a cada hombre para una misión. A partir de la Encarnación a todos nos llama a mirar a Cristo porque en Él podemos conocer a Dios y conocer al hombre, es decir, a cada uno de nosotros.

Dios cuenta con nosotros. Para Él cada hombre vale toda la Sangre de Cristo (cfr. 1 Cor 6, 20). Hemos sido creados a imagen suya. Esta es una gran enseñanza del misterio que contemplamos. Él es capaz de escoger a una humilde doncella de un pequeño pueblo de Israel en la Madre de Dios, la Mujer del Apocalipsis vestida de sol, con la luna a sus pies y sobre su cabeza una corona de doce estrellas (cfr. Apoc 12, 1).  

Hace años, al principio de su pontificado, Juan Pablo II nos animaba a contemplar el misterio de la Encarnación, y a reconocer la gran dignidad de cada persona humana.

«Al recordar que “el Verbo se hizo carne”, es decir, que el  Hijo de Dios se hizo hombre, debemos tomar conciencia de lo grande que se hace todo hombre a través de este misterio; es decir, ¡a través de la Encarnación del Hijo de Dios! Cristo, efectivamente, fue concebido en el seno de María y se hizo hombre para revelar el amor eterno del Creador y Padre, así como para manifestar la dignidad de cada uno de nosotros» (Juan Pablo II,  Alocución en el rezo del Angelus, Santuario de Jasna Gora, 5-VI-79).

No temas, María”. Son las mismas palabras que Jesús dice a sus discípulos en el día de la Resurrección: “No teman”. El secreto para ser fiel a la vocación personal es confiar totalmente en Dios, como lo hace María: “fiat mihi secundum verbum tuum”.    

Al final de esta reflexión, pedimos al Señor que, por mediación de la Santísima Virgen, nos conceda penetrar más profundamente en este misterio.

«Por el misterio de la Encarnación del Verbo,  en los ojos de nuestra alma, ha brillado la luz nueva de tu resplandor, para que contemplando a Dios visiblemente, seamos por Él arrebatados al amor de las cosas invisibles» (Prefacio de Navidad). 


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