sábado, 28 de enero de 2017

La humildad de los pequeños

Después de leer y meditar los textos sagrados que nos presenta la liturgia dominical de mañana (IV Domingo del tiempo ordinario), surge en nuestro corazón la siguiente pregunta: ¿qué es lo que más deseo en esta vida?


Si nos metemos de verdad en las oraciones, salmos y lecturas que nos presenta la Iglesia mañana se llenará de alegría y agradecimiento nuestra alma, por la Verdad y la Bondad que Dios nos manifiesta en todo momento.

La Oración colecta, por ejemplo, resume admirablemente el mayor deseo que puede tener un hombre: amar con toda el alma.

“Concédenos, Señor Dios nuestro, adorarte con toda el alma y amar a todos los hombres con afecto espiritual. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo y es Dios por los siglos de los siglos”.

A Dios le adoramos, le alabamos y le amamos con todo nuestro corazón, porque es Bueno, porque es eterna su Misericordia. Y a nuestros hermanos, los hombres, también queremos amarles, con afecto espiritual (porque son hijos de Dios, porque merecen todo nuestro respeto, porque son imagen del Dios vivo).

Para poder amar de esta manera, que es el supremo bien del hombre, es necesario ser humilde, la virtud que hoy la Liturgia nos invita a valorar sobre todas las demás virtudes humanas.

“Busquen la justicia, busquen la humildad. Quizá puedan así quedar a cubierto el día de la ira del Señor” (cfr. Primera Lectura, Sof 2, 3; 3, 12-13).

En el Antiguo Testamento “justicia” equivale a “santidad”. Santo es el que agrada a Dios, el que cumple su voluntad. Y ¿cómo la cumplimos mejor? Siendo humildes. Por eso el Espíritu Santo nos alienta a buscar la humildad, pidiéndola como un don, y luchando por practicarla todos los días, en nuestra vida ordinaria.  

Es interesante hacer notar que la humildad es la mejor manera de “quedar cubiertos el día de la ira del Señor”. ¿Cuál es ese día? Con esta expresión, la Sagrada Escritura designa el Tiempo de la Tribulación.

El Señor se complace con los pequeños y humildes de corazón.

“El Señor siempre es fiel a su palabra, y es quien hace justicia al oprimido; él proporciona pan a los hambrientos y libera al cautivo. Abre el Señor los ojos de los ciegos y alivia al agobiado (…). A la viuda y al huérfano sustenta y trastorna los planes del inicuo” (cfr. Salmo 145).

Nos acercamos al 100° aniversario de las apariciones de Fátima. Son emocionantes los diálogos de los pastorcitos de Fátima con la Virgen. María, que es la humilde esclava del Señor, escoge a gente sencilla para comunicar sus mensajes de amor. Sigue el ejemplo de su Hijo.

“Pues Dios ha elegido a los ignorantes de este mundo, para humillar a los sabios; a los débiles del mundo, para avergonzar a los fuertes; a los insignificantes y despreciados del mundo, es decir, a los que no valen nada, para reducir a la nada a los que valen; de manera que nadie pueda presumir delante de Dios” (Segunda Lectura, 1 Co 1, 26-31).

En efecto, podemos reconocer el Rostro de Jesús en las Bienaventuranzas, que mañana meditaremos una vez más, según el Evangelio de san Mateo (cfr. Mt 5, 1-12). El estilo de vida de Jesús y de sus discípulos es el de la humildad y el servicio, la escucha atenta a la voz del Espíritu y el abandono confiado en manos de la Providencia.

Santo Tomás de Aquino y los autores medievales ponen en relación cada una de las bienaventuranzas con las virtudes y los dones del Espíritu Santo.

Por ejemplo, la tercera bienaventuranza (“dichosos los mansos porque heredarán la tierra”) corresponde al don de piedad. Dice santo Tomás que esta bienaventuranza “tiene una cierta coincidencia con la piedad, en cuanto que por la mansedumbre se quitan los obstáculos para los actos de piedad” (cfr. S. Th. II-II. q. 121, a. 2).

La mansedumbre es uno de los frutos del Espíritu Santo y está íntimamente relacionada con la virtud de la humildad. Nos hace capaces de abrirnos al Espíritu Santo para oír su voz y sumergirnos en el diálogo de amor que Dios desea tener con nosotros cada día.

Aprendamos a ser serenos y mansos de corazón, como María que crea un clima sereno que cura la brusquedad y la impaciencia. La serenidad es un tejido profundo del alma que está hecho de ilusión y de paciencia. Ilusión de María, cuando recibe el anuncio del ángel, cuando va de visita a casa de su prima Isabel, cuando espera a Jesús, cuando medita en su corazón las grandes maravillas que contempla; cuando le pide a Jesús que adelante la hora de sus milagros. María se llena de paciencia, durante su larga vida oculta en Nazaret; sobre todo al pie de la Cruz. La serenidad es una actitud necesaria en nuestra vida interior. Nos da hondura, calma, visión amplia, tranquilidad, orden (Cfr. Dorronsoro, J. M., Tiempo para creer, p. 55). 





sábado, 21 de enero de 2017

El pueblo que yacía en tinieblas vio una gran luz

Los textos litúrgicos del Domingo III del Tiempo Ordinario nos dan pie para reflexionar sobre Cristo, Luz del mundo; un mundo que yace en las tinieblas, pero que ya está iluminado por una gran luz. Nosotros somos cooperadores de esa Luz: somos como puntos luminosos en la noche oscura del mundo, si vivimos la Vida de Cristo.


“El pueblo que caminaba en tinieblas vio una gran luz; sobre los que vivían en tierra de sombras, una luz resplandeció” (cfr. Primera Lectura: Is 8, 23.9, 3).

Este texto de la liturgia me trae a la memoria el título de una película de 1993: “Tierra de sombras” (Shadowlands), que trata sobre la vida de C. S. Lewis, el gran escritor inglés, autor de las “Crónicas de Narnia”, y amigo de J.R. Tolkien. La película se centra en la relación entre C. S. Lewis y su esposa Joy Davidman, recogida en su libro “Una pena en observación”.

C. S. Lewis, con gran agudeza, se adentra en la psicología del ser humano, y siempre lo hace con una visión de fe. Nuestra relación con Dios es fuente de grandes alegrías, pero también de penas profundas. Para los cristianos, sin embargo, esas penas no son causa de “tristeza” propiamente. El dolor, para un discípulo de Cristo, siempre es un motivo de gozo, porque se sabe sostenido por el Amor de Dios que le genera interiormente una esperanza que no defrauda (cfr. Rm 5, 5).

Es verdad que somos un pueblo que camina en una “tierra de sombras”. Basta echar una mirada al mundo que nos rodea. Basta mirarnos a nosotros mismos. No vemos mucha armonía, paz, justicia, bondad…, sino todo lo contrario. Pero trascendiendo esas sombras, también estamos iluminados por una Gran Luz.

Esa Gran Luz es Cristo. “El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién voy a tenerle miedo? El Señor es la defensa de mi vida, ¿quién podrá hacerme temblar?” (Del salmo 26, 1.4.13-14).

Sólo Cristo manifiesta plenamente el hombre al propio hombre (cfr. Gaudium et spes, 22), pues sólo Él es el hombre perfecto y solamente en él aparece lo que es propiamente el hombre. Sólo Cristo revela nuestro propio misterio.

En Cristo conocemos quiénes somos, cuál es nuestro origen, hacía qué destino caminamos, cuál es el sentido de nuestra vida. Él nos revela que somos, ante todo, hijos de Dios: esa es nuestra verdad más íntima. Nos enseña que estamos hechos para el Amor. Nos promete una Vida que no termina con la muerte, sino que perdura en Dios para siempre.

Por eso podemos cantar con el salmo: “Lo único que pido, lo único que busco, es vivir en la casa del Señor toda mi vida, para disfrutar las bondades del Señor y estar continuamente en su presencia” (ibídem).

¿Es ese nuestro gran anhelo: vivir en la casa del Señor toda nuestra vida? ¿Qué significa esto? Vivir en la casa del Señor es vivir en la presencia de Jesucristo en todo momento. Cristo es el fin de nuestras acciones. Cristo viven en mí; es decir, en mi corazón, en mi conducta: Él es el sujeto con quien me busco identificar en todo. Cristo es mi Camino: todo (mi vida familiar, profesional, social…) está centrado en Él, vivificado por Él.

“La bondad del Señor espero ver en esta misma vida” (ibídem). Ya aquí, en este mundo, vemos la Bondad del Señor. “Todo es para bien de los que aman a Dios” (Rm 8, 28).

Por eso podemos decir que Cristo es la Gran Luz que ilumina la tierra de sombras en la que vivimos.

La vida en Cristo nos lleva a ser antorchas, puntos de luz, que iluminan el mundo. La luz disipa las tinieblas, sobre todo las tinieblas del odio y de la división. La luz es la Verdad que une.

“Hermanos: Los exhorto, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, a que todos vivan en concordia y no haya divisiones entre ustedes, a que estén perfectamente unidos en un mismo sentir y en un mismo pensar” (Segunda Lectura: 1 Cor 1, 10-13.17).

El cristiano es siempre “instrumento de unidad”. Lucha contra la acción del demonio, que busca dividir a los hombres entre sí, porque siembra la discordia en los corazones.

San Josemaría Escrivá de Balaguer, por ejemplo, era un gran promotor de la unidad entre los hombre, que es un don y una tarea. La primacía la tiene el Don (la acción del Espíritu Santo en la Iglesia y en el mundo), pero la unidad es una tarea diaria: es algo que cada día hemos de construir ahí donde estamos.

“Los hijos de Dios han de comportarse —¡siempre!— como instrumentos de unidad (Amigos de Dios, 233). Han de procurar con todas sus fuerzas que haya unidad y paz entre los que, por ser hijos del mismo Padre Dios, son hermanos (Ibidem, 174.). Están llamados a colaborar humildemente, pero fervorosamente, en el divino propósito de unir lo que está roto, de salvar lo que está perdido, de ordenar lo que ha desordenado el hombre pecador, de llevar a su fin lo que se descamina, de restablecer la divina concordia de todo lo creado (Es Cristo que pasa, 65). Para llevarlo a cabo, han de dar la vida por los demás. Sólo así se vive la vida de Jesucristo y nos hacemos una misma cosa con Él (Via Crucis, XIV Estación)” (E. Burkhart y J. López, Vida cotidiana y santidad en la enseñanza de san Josemaría. Estudio de teología espiritual, Epílogo).

El pueblo que yacía en tinieblas vio una gran luz. Sobre los que vivían en tierra de sombras una luz resplandeció. Desde entonces comenzó Jesús a predicar, diciendo: “Conviértanse, porque ya está cerca el Reino de los cielos”” (Evangelio: Mt 4, 12-23).

Jesús, la Gran Luz que ilumina a todos los hombres, predica desde el inicio de su vida pública la conversión, “porque ya está cerca el Reino de los cielos”. Siempre es momento de conversión, pero ahora más que nunca “porque ya está cerca el Reino de los cielos”.



sábado, 14 de enero de 2017

El Bautismo del Señor en el Jordán

Esta semana, hemos comenzado el Tiempo Ordinario del Año Litúrgico. En algunos países ya hemos celebrado, el lunes pasado, la Fiesta del Bautismo del Señor que, normalmente se celebra el domingo siguiente a la Solemnidad de la Epifanía. En otros países se celebrará mañana.

 

De cualquier manera, los textos de la Liturgia de la Palabra, en ambos casos, nos dirigen hacia la contemplación de Jesucristo el día de su Bautismo en el Jordán.  

El Señor, después de haber vivido unos 30 años en Nazaret, hacia el mes de enero del año 27, según algunos exégetas, hace el largo viaje (de unos 100 kilómetros) desde Nazaret hasta cerca de Jericó, donde  estaba bautizando Juan.

Los expertos en la Sagrada Escritura afirman que ese año era un año jubilar o sabático de los grandes, es decir, de los que se celebraban cada 49 o 50 años. Muchos galileos, como también de otros lugares de Palestina, habían acudido a recibir el bautismo de penitencia que predicaba Juan.

¿Qué decía Juan? Que era necesaria la conversión, el cambio interior, porque estaba cerca la aparición de quien no sólo bautizaría con agua, sino que lo haría con el Espíritu Santo y con fuego.

La misión de Juan era preparar los caminos del Señor, enderezar sus sendas, allanar los valles… En definitiva, ayudar a que los hombres de esa época estuvieran bien dispuestos a recibirlo.

Jesús, como observa el Papa Benedicto XVI, se pone en la “cola de los pecadores” para recibir el bautismo de Juan. Desea ser uno más. Se mezcla con la multitud de los penitentes, siendo el Cordero inocente y sin mancha.

Algunos galileos se habían unido al Bautista para tomarlo como maestro y escuchar su palabra de conversión. Entre ellos estaban quienes serían los primeros seis discípulos de Jesús: Pedro, Andrés, Santiago, Juan, Felipe y Bartolomé.

Jesús desea comenzar su vida pública con su Bautismo en el Jordán. Juan, que era su pariente, lo reconoce y, al principio, se resiste a bautizarlo. Pero Jesús le pide que lo haga, porque ese era el designio de su Padre.

El Bautismo del Señor es el comienzo de su “subida” a Jerusalén: “con un bautismo tengo que ser bautizado y cómo está mi alma en prensa hasta que se cumpla” (Lc 12, 50). Es el bautismo de su Pasión y Muerte en la Cruz para salvación de los hombres.

Por eso, muchas representaciones primitivas representan ese momento poniendo a Jesús debajo del agua del Jordán, como en un sepulcro.

El Señor, con su Bautismo dio al agua el poder de ser elemento de salvación, signo que unido a la invocación de la Trinidad, será el sacramento de la regeneración y unión con Cristo, Puerta de los demás sacramentos.

Efectivamente, en el Segundo Misterio luminoso del Rosario meditamos la teofanía que tuvo lugar, cuando se abrieron los cielos, se escuchó la voz del Padre y se posó sobre el Señor el Espíritu Santo en forma de paloma: “Este es mi Hijo muy amado en quien me he complacido” (Mt 3, 17).       

¿Qué fruto podemos sacar hoy de esta reflexión sobre el Bautismo del Señor?

En primer lugar, agradecerle que nos haya hecho partícipes de su Bautismo, a través del nuestro. Ese día comenzamos a ser propiamente hijos de Dios. Ese día la Santísima Trinidad comenzó a inhabitar en nuestra alma. Ese día recibimos la semilla de las virtudes teologales y los dones del Espíritu Santo. ¡Qué gran día el de nuestro bautismo!

Además, podemos pedirle a Jesús que nos de su gracia para buscar todos los días la conversión personal, con un espíritu de penitencia cada vez más decidido, para luchar contra el pecado y avanzar con generosidad por el camino de la santidad.

Por último, también podemos proponernos unirnos al Señor y a los primeros apóstoles, en el comienzo de su vida pública, para ser también nosotros apóstoles, evangelizadores de su Palabra, con nuestra oración, nuestro ejemplo y nuestra caridad fraterna con quienes están más cerca y con todos nuestros hermanos.

María, la Madre del Señor, permanecía en Nazaret, pero espiritualmente estaba siempre junto a su Hijo. Ella nos enseñará a contemplar cada día el Segundo Misterio luminoso del Rosario con más fervor y agradecimiento.   




sábado, 7 de enero de 2017

Peregrinos de la fe (Epifanía 2017)

Hemos comenzado este año celebrando la Solemnidad de la Maternidad Divina de María. En algunos países ayer se celebró la Solemnidad de la Epifanía del Señor, y en otros la celebraremos mañana.


Epifanía significa “manifestación”. Dios se nos revela, se nos manifiesta, en Jesucristo. Este hecho tuvo lugar desde el momento de su Encarnación en el seno purísimo de María. Luego, en el Nacimiento, se manifestó a los pastores, que eran judíos. Y, por fin, se manifiesta también a los gentiles, es decir, a todas las naciones, representadas por los Magos de Oriente, peregrinos de la fe.

Jesús ha venido a salvar a todos los hombres, no sólo a unos pocos. Él desea que todos los hombres se salven, pero no todos aceptan su salvación.

Por la fe, la esperanza y la caridad somos salvados. Cristo es el único Mediador entre Dios y los hombres. La Iglesia es el Sacramento universal de salvación.

Sin embargo, no todos pueden seguir el camino ordinario de salvación (la Iglesia, los Sacramentos) para participar en el misterio de Cristo y de la Iglesia (por ejemplo Abel, Noé, Daniel, Jonás, Melquisedec…).

En la Constitución Lumen Gentium, del Concilio Vaticano II, se afirma que todos los hombres están ordenados a pertenecer al Pueblo de Dios, de distintas maneras (LG 2).

Donde haya rectitud moral, la Iglesia reconoce la acción del Espíritu Santo (incluso en algunos de los que se llaman “ateos”) (LG 16, GS 22).

“Donde está el Espíritu de Dios, ahí está la Iglesia y toda la gracia” (San Ireneo). Se refiere a las personas concretas. En cambio, la Declaración Dominus Iesus (2000) señala que, en las religiones, se puede dar la preparatio evangelica, pero no siempre. Es decir, hay aspectos que pueden ser señales de gracia y otros no (ambivalencia entre el bien y el mal).

En la Solemnidad de la Epifanía del año 2013, el Papa Benedicto XVI pronunció una de sus últimas homilías. Vale la pena releer algunos de los párrafos que la componen. Nos habla de cómo los Magos, hombres de corazón inquieto, eran “peregrinos de la fe”.

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Fragmentos de la Homilía de Benedicto XVI en la Solemnidad de la Epifanía (6-I-2013)

[Las negritas son nuestras]

“La Iglesia llama a esta fiesta "Epifanía", la aparición del Divino. Si nos fijamos en el hecho de que, desde aquel comienzo, hombres de toda proveniencia, de todos los continentes, de todas las culturas y modos de pensar y de vivir, se han puesto y se ponen en camino hacia Cristo, podemos decir verdaderamente que esta peregrinación y este encuentro con Dios en la figura del Niño es una Epifanía de la bondad de Dios y de su amor por los hombres (cf. Tt 3, 4)”. (…).

“Los hombres que entonces partieron hacia lo desconocido eran, en cualquier caso, hombres de corazón inquieto. Hombres movidos por la búsqueda inquieta de Dios y de la salvación del mundo. Hombres que esperaban, que no se conformaban con sus rentas seguras y quizás una alta posición social. Buscaban la realidad más grande. Tal vez eran hombres doctos que tenían un gran conocimiento de los astros y probablemente disponían también de una formación filosófica. Pero no solo querían saber muchas cosas. Querían saber sobre todo lo que es esencial. Querían saber cómo se puede llegar a ser persona humana. Y por esto querían saber si Dios existía, dónde está y cómo es. Si él se preocupa de nosotros y cómo podemos encontrarlo. No querían solamente saber. Querían reconocer la verdad sobre nosotros, y sobre Dios y el mundo. Su peregrinación exterior era expresión de su estar interiormente en camino, de la peregrinación interior de sus corazones. Eran hombres que buscaban a Dios y, en definitiva, estaban en camino hacia él. Eran buscadores de Dios”. (…).

“No es el hombre el único que tiene en sí la inquietud constitutiva por Dios, sino que esa inquietud es una participación en la inquietud de Dios por nosotros. Puesto que Dios está inquieto con relación a nosotros, él nos sigue hasta el pesebre, hasta la cruz. "Buscándome te sentaste cansado, me has redimido con el suplicio de la cruz: que tanto esfuerzo no sea en vano", así reza la Iglesia en el Dies irae”. (…).

“La fe no es más que estar interiormente tocados por Dios, una condición que nos lleva por la vía de la vida. La fe nos introduce en un estado en el que la inquietud de Dios se apodera de nosotros y nos convierte en peregrinos que están interiormente en camino hacia el verdadero rey del mundo y su promesa de justicia, verdad y amor”. (…).

“La peregrinación interior de la fe hacia Dios se realiza sobre todo en la oración. San Agustín dijo una vez que la oración, en último término, no sería más que la actualización y la radicalización de nuestro deseo de Dios. En lugar de la palabra "deseo" podríamos poner también la palabra "inquietud" y decir que la oración quiere arrancarnos de nuestra falsa comodidad, del estar encerrados en las realidades materiales, visibles y transmitirnos la inquietud por Dios, haciéndonos precisamente así abiertos e inquietos unos hacia otros”. (…).

“Volvamos a los Magos de Oriente. Ellos eran también y sobre todo hombres que tenían valor, el valor y la humildad de la fe. Se necesitaba tener valentía para recibir el signo de la estrella como una orden de partir, para salir -hacia lo desconocido, lo incierto, por los caminos llenos de multitud de peligros al acecho. Podemos imaginarnos las burlas que suscitó la decisión de estos hombres: la irrisión de los realistas que no podían sino burlarse de las fantasías de estos hombres. El que partía apoyándose en promesas tan inciertas, arriesgándolo todo, solo podía aparecer como alguien ridículo. Pero, para estos hombres tocados interiormente por Dios, el camino acorde con las indicaciones divinas era más importante que la opinión de la gente. La búsqueda de la verdad era para ellos más importante que las burlas del mundo, aparentemente inteligente”. (…).

“Quien vive y anuncia la fe de la Iglesia, en muchos puntos no está de acuerdo con las opiniones dominantes precisamente también en nuestro tiempo. El agnosticismo ampliamente imperante hoy tiene sus dogmas y es extremadamente intolerante frente a todo lo que lo pone en tela de juicio y cuestiona sus criterios”. (…).

“La aprobación de las opiniones dominantes no es el criterio al que nos sometemos. El criterio es él mismo: el Señor. Si defendemos su causa, conquistaremos siempre, gracias a Dios, personas para el camino del Evangelio. Pero seremos también inevitablemente golpeados por aquellos que, con su vida, están en contraste con el Evangelio, y entonces daremos gracias por ser juzgados dignos de participar en la Pasión de Cristo”.

“Los Magos siguieron la estrella, y así llegaron hasta Jesús, a la gran luz que ilumina a todo hombre que viene a este mundo (cf. Jn 1, 9). Como peregrinos de la fe, los Magos mismos se han convertido en estrellas que brillan en el cielo de la historia y nos muestran el camino. Los santos son las verdaderas constelaciones de Dios, que iluminan las noches de este mundo y nos guían. San Pablo, en la carta a los Filipenses, dijo a sus fieles que deben brillar como lumbreras del mundo (cf. Flp 2, 15)”. (…).

Oramos a María que ha mostrado a los Magos el nuevo Rey del mundo (Mt 2, 11), para que ella, como Madre amorosa, muestre también a vosotros [se refiere a los cuatro Obispos recién ordenados] a Jesucristo y os ayude a ser indicadores del camino que conduce a él. Amén”.