sábado, 21 de octubre de 2017

El apostolado es sobreabundancia de la vida interior

Mañana la Iglesia celebra la Jornada Mundial de las Misiones (DOMUND), que Pio XI instituyó el 14 de abril de 1926. Se determinó que octubre sería el Mes de las Misiones, porque fue en este mes cuando se descubrió el continente Americano y se inauguró una nueva página en la historia de la Evangelización.

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En todos los templos católicos se hace una colecta que se destina a las miles de obras de ayuda social y educativa de todo el mundo. La Jornada de Domund tiene, además, el objetivo de dar a conocer la actividad evangelizadora de la Iglesia

Sin embargo, el dinero o la propaganda son medios muy desproporcionados para conseguir el verdadero fin que pretende la Iglesia: llevar a Cristo a todos los corazones humanos o, como escuchó san Josemaría el 7 de agosto de 1931 en una locución divina: “poner a Cristo en la entraña y en la cumbre de todas las actividades humanas”.

El panorama actual en el mundo es bastante deprimente, en este sentido. Cristo parece haber desaparecido de la sociedad actual, especialmente en los países de Occidente, que antiguamente eran la fuente casi única de misioneros.

¿Qué hacer para que, de verdad, brille la luz de Cristo en el mundo, tanto en lo exterior como, sobre todo, en lo interior de los hombres?

San Josemaría escribe en el punto 301 de Camino:

“Un secreto. —Un secreto, a voces: estas crisis mundiales son crisis de santos. —Dios quiere un puñado de hombres "suyos" en cada actividad humana. —Después... "pax Christi in regno Christi" —la paz de Cristo en el reino de Cristo”.       

El secreto es la santidad personal de los cristianos. Esto no significa que para poder llevar a Cristo a todos los hombres tengamos que ser personas excepcionales y sin ningún defecto. Como sabemos, la santidad es compatible con la debilidad: ser santo no es ser un superhéroe, sino un hombre o una mujer común y corriente, pero que todos los días se propone vivir lleno de amor a Dios, lo pide al Señor y lucha seriamente para conseguirlo.

El 6 de octubre de 2002, el Cardenal Ratzinger publicaba un artículo con motivo de la canonización de san Josemaría Escrivá, en el que decía que en los procesos de canonización se busca la virtud “heroica”, y quizá
“podemos tener, casi inevitablemente, un concepto equivocado de la santidad porque tendemos a pensar: “esto no es para mí”; “yo no me siento capaz de practicar virtudes heroicas”; “es un ideal demasiado alto para mí”. En ese caso la santidad estaría reservada para algunos “grandes” de quienes vemos sus imágenes en los altares y que son muy diferentes a nosotros, normales pecadores. Esa sería una idea totalmente equivocada de la santidad, una concepción errónea que ha sido corregida — y esto me parece un punto central— precisamente por Josemaría Escrivá”.

En realidad, virtud heroica quiere decir
“que en la vida de un hombre se revela la presencia de Dios, y queda más patente todo lo que el hombre no es capaz de hacer por sí mismo”.

Es decir, en la vida de un hombre que va camino de la santidad
“aparecen realidades que no ha hecho él, porque él sólo ha estado disponible para dejar que Dios actuara. En otras palabras —concluye Joseph Ratzinger—, ser santo no es otra cosa que hablar con Dios como un amigo habla con el amigo. Esto es la santidad”.

Para ser santo, no hace falta proponerse ser superior a los demás; por el contrario, el santo puede ser muy débil, y contar con numerosos errores en su vida.
“La santidad es el contacto profundo con Dios: es hacerse amigo de Dios, dejar obrar al Otro, el Único que puede hacer realmente que este mundo sea bueno y feliz”.

Ser santo es saberse instrumento de Dios, dejar que Dios actúe a través nuestro, procurar que haya los menos obstáculos posibles para que la gracia fluya en nuestra vida, nos transforme y contribuya a trasformar a los de más y al mundo entero.

Como vemos, la santidad presupone la oración. No es posible ser santo sin ser “alma de oración”.
“¿Santo sin oración?... —escribe san Josemaría Escrivá de Balaguer—. No creo en esa santidad” (Camino 107).

Es necesario luchar cada día por no interrumpir nuestro coloquio con Dios; procurar mantener la presencia de Dios cada día y, sólo así, seremos verdaderamente evangelizadores.

Tenemos el ejemplo de san Pablo, paradigma del hombre lleno de celo apostólico, que escribe en su primera Carta a los tesalonicenses (1 Tes 2 y 3):
Damos continuamente gracias a Dios por todos vosotros, teniéndoos presentes en nuestras oraciones. Sin cesar recordamos ante nuestro Dios y Padre vuestra fe operativa, vuestra caridad esforzada y vuestra constante esperanza en nuestro Señor Jesucristo”.

Este es el fundamento del apostolado y la evangelización. En el punto 239 de Amigos de Dios, San Josemaría escribe que, si nos fijamos en el ejemplo de Cristo, veremos que antes de hacer sus grandes milagros pasaba la noche en oración; antes de comenzar su vida pública se retira cuarenta días y cuarenta noches al desierto, para rezar.
Con Jesús, “aprenderemos a vivir cada instante con vibración de eternidad, y comprenderemos con mayor hondura que la criatura necesita esos tiempos de conversación íntima con Dios: para tratarle, para invocarle, para alabarle, para romper en acciones de gracias, para escucharle o, sencillamente, para estar con Él”.

Y, como conclusión, escribe lo siguiente:
Ya hace muchos años, considerando este modo de proceder de mi Señor, llegué a la conclusión de que el apostolado, cualquiera que sea, es una sobreabundancia de la vida interior”.

Por lo tanto, en este Domingo de las Misiones, que además coincide con la memoria de san Juan Pablo II, podemos acudir a Nuestra Señora, Reina de los Apóstoles, para que interceda por nosotros y ponga en nuestro corazón un gran deseo de ser almas contemplativas de Cristo para llevar a Cristo a todos los hombres que, sin saberlo, tienen una gran necesidad de su presencia en sus vidas.    



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