sábado, 18 de febrero de 2017

Lecciones de Amor

Dios desea que seamos perfectos. “Seréis santos porque yo, el Señor vuestro Dios, soy santo” (Lev 19, 1; cfr. Primera Lectura de la Misa de mañana, Domingo VII del Tiempo Ordinario). “Sed perfectos como es perfecto el Padre que está en el cielo” (Mt 5, 48; cfr. Evangelio de la Misa).

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¿Pero quién podrá llegar a ser perfecto?, se preguntaba el Papa Benedicto XVI. Somos tan limitados. Estamos tan lejos de la perfección. Y respondía los siguiente: “Nuestra perfección es vivir con humildad como hijos de Dios cumpliendo concretamente su voluntad” (Ángelus, 20-02-2011). Es decir, Dios no pretende que lleguemos a la perfección meramente formal. La santidad que Él desea de nosotros es la que procede de ola apretura para dejar que el Espíritu Santo haga su obra en nosotros y del empeño por tratar de cumplir su voluntad, por amor: es la perfección de la caridad.

Y, ¿cuál es la voluntad de Dios? Lo leeremos también en las lecturas del próximo domingo: amar a Dios con todo el corazón, con toda nuestra mente, con todas nuestras fuerzas…, y a todos nuestros hermanos como a nosotros mismos. Ese es el primer mandamiento de la Ley de Dios y el que encierra en sí todos los demás. “En aquel que cumple la palabra de Cristo, el amor de Dios ha llegado s su plenitud” (cfr. versículo del Aleluya).

La voluntad de Dios es la misma para todos, pero cada uno tiene que hacerla realidad en sus propias circunstancias. Por ejemplo, una madre de familia, en su hogar, con su marido, con sus hijos, sus nietos… Ahí debe buscar la santidad en primer lugar.
 
El Señor nos pide amar a todos, incluso a nuestros enemigos. Con mayor razón tenemos que amar a los que están más cerca de nosotros. No podemos ser luz de la calle y oscuridad de la casa.

¡Qué difícil es vivir este mandamiento cabalmente! La santidad es una meta asequible, pero difícil de lograr. Es un reto diario. Cada día tenemos la ocasión de no odiar a nuestro hermano “ni en el secreto de tu corazón”, de “corregirlo, para que no cargues tú con su pecado”, de no vengarse, ni guardar rencor (cfr. Primera Lectura).

También corregir es un acto de caridad: corregir por amor. Colaborar con el Espíritu Santo, que es el Modelador, en el perfeccionamiento y santidad de nuestros hermanos. Por ejemplo, para unos padres, de sus hijos: educándolos en la fortaleza y en la generosidad; ayudándoles a descubrir su vocación humana, profesional y sobrenatural.

¿Cuál es el modelo que tenemos que seguir en este mandamiento? Dios mismo. “El Señor es compasivo y misericordioso, lento para enojarse y generoso para perdonar” (Salmo 102).

¿Por qué tenemos que amar a nuestro hermano? Porque es templo de Dios. “Quien destruye el templo de Dios será destruido por Dios” (1 Cor 3, 16-23).

Pero Jesús va mucho más allá del escueto 5° mandamiento, tal como se enuncia en el Decálogo: “no matarás”; o del precepto indicado en la ley del talión, que estaba vigente en los pueblos antiguos: “Ojo por ojo y diente por diente”. Jesús nos pide amar “hasta el extremo”, es decir, sin límites.

Con esa lógica, la que nos enseña Jesucristo, hemos de actuar siempre: perdonar todo, soportar todo, tener paciencia con todo, como nos recuerda san Pablo en el Himno a la Caridad (1 Co 13) que el papa Francisco comenta detenidamente en la Exhortación apostólica Amoris laetitia (2016).

«El amor es paciente, es servicial; el amor no tiene envidia, no hace alarde, no es arrogante, no obra con dureza, no busca su propio interés, no se irrita, no lleva cuentas del mal, no se alegra de la injusticia, sino que goza con la verdad. Todo lo disculpa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta» (1 Co 13,4-7) (Amoris laetitia, c. 4).

El Papa comienza explicando las dos primeras características del Amor: la paciencia (más pasiva) y el espíritu de servicio (más activo). La paciencia, sobre todo, es la capacidad de controlar el carácter. El servicio es la capacidad de ser creativos pensando en los demás.

Luego vienen siete “no”, contra: 1°) la envidia (falta de aceptación de los distintos caminos de los hombres); 2°) la presunción (alarde y arrogancia) que nos hace hablar sólo de nosotros mismos; 3°) la dureza de corazón o falta de amabilidad, cortesía, delicadeza y educación; 4°) el propio interés que nos lleva a no estar desprendidos de nosotros mismos; 5°) la irritabilidad (sobre todo la interior, que nos lleva a la amargura); 6°) el rencor y ausencia de perdón (el llevar las cuentas de los demás), 7°) la falta de empatía para, en lugar de alegrarnos con los demás, complacernos en el mal que sufren nuestros hermanos.

Por fin, en cuatro puntos, el Papa comenta la “totalidad” que debe haber en la Caridad: 1°) todo lo disculpa (no critica, utiliza bien la lengua); 2°) todo lo cree (confía plenamente en los demás); 3°) todo lo espera (vive en la esperanza de que todo se puede arreglar, con la gracia de Dios); 4°) todo lo soporta (es decir, ama “a pesar de los pesares”, superando toda adversidad).

La caridad hay que vivirla radicalmente: “no hagan resistencia al hombre malo” (Mt 5, 38-48). ¿Qué quiere decir Jesús con esta frase, a primera vista desconcertante? ¿Tenemos que dejarnos maltratar?

Es claro que todos tenemos el derecho a defendernos, en cuanto es posible. Pero cuando esto no es posible, por distintas razones, y hay que “soportar” el mal necesariamente; entonces Jesús nos da la receta: llévalo todo por amor. “Vence el mal con el bien”. Saca de los males, bienes, y de los grandes males, grandes bienes. Ahoga el mal en abundancia de bien.

El amor siempre es más fuerte que el odio. Al final, siempre triunfará el amor.

No te prometo hacerte feliz en esta vida, sino en la otra”, le decía la Virgen a santa Bernardette en una de las apariciones de Lourdes. Y terminó su vida, en el convento de Nevers, dando gracias por todo. En realidad, fue felicísima en su vida, pero también sufrió mucho.

Si alguien nos hace algún mal, el consejo del Señor es claro: “rogad por los que os persiguen y calumnian para que sean hijos de su Padre celestial, que hace salir su sol sobre los buenos y los malos, y manda su lluvia sobre los justos y los injustos” (Evangelio).

Dios desea la salvación de todos sus hijos, buenos y malos. Mientras estamos en la tierra, el más grande pecador se puede convertir en el mayor santo, y viceversa. No hay nada definido.

¿Cuál es el camino para salvar a las almas? Amar. Vivir de amor, de caridad. Ejercitar la caridad constantemente con todos. Y todo, con alegría: amor, gozo, paz. Son los primeros frutos del Espíritu Santo.

Podemos terminar nuestra reflexión mirando el ejemplo de Nuestra Madre, la Señora del Dulce Nombre, la Madre de la Misericordia, vida, dulzura y esperanza nuestra (cfr. Salve Regina), que pasó su vida bendiciendo y alabando a Dios, y sembrando la alegría y la paz, en su hogar de Nazaret y luego en la Iglesia, que es el hogar de todos los que creemos en Cristo, es Nuestra Familia.
 


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