sábado, 31 de enero de 2015

El "secreto mesiánico"

En el 4° domingo del tiempo ordinario, podemos meditar sobre lo que el Papa Benedicto XVI llama “el secreto mesiánico”, que es característico del Evangelio de San Marcos. ¿En qué consiste?

Bartolomé Esteban Murillo, Curación del paralítico, 1668

Este concepto es muy rico. Se refiere al “secreto” que manda guardar Jesús a quienes presencian sus milagros. El Señor no quiere que se publiquen las curaciones que hace o las expulsiones de los demonios que lleva a cabo. ¿Por qué actúa así?, podríamos preguntarnos.

Por una parte, Jesús mismo dice a sus discípulos que llegará un momento en que nada quede oculto. Su modo de actuar está lleno de sencillez y sinceridad. Le gustan las cosas claras y trasparentes. Sin embargo, en relación a sus “poderes sobrenaturales” pide guardar discreción.

La 1ª Lectura de la Misa, tomada del Libro del Deuteronomio, nos puede servir para enmarcar mejor el tema que estamos tratando. Moisés se dirige al pueblo para hablarle de los futuros profetas. Yahvé suscitará profetas, como él, que hablarán en nombre de Dios. Prefiere no manifestarse directamente, porque la presencia de lo sobrenatural sobrecoge a los hombres, que no estamos acostumbrados a ella. Es lo que sucedió con los israelitas en el monte Horeb: los rayos y truenos en los que Dios habló a Moisés los llenaron de temor.

Los profetas, en cambio, son hombres normales. Hablan de parte de Dios con palabras de verdad. Por eso, el Señor pide que los escuchemos: “Pondré mis palabras en su boca, y les dirá lo que yo le mande. A quien no escuche las palabras que pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuentas” (cfr. Dt 18, 15-20).

Pero, además, el Señor pide que los profetas sean honestos y veraces: “Y el profeta que tenga la arrogancia de decir en mi nombre lo que yo no le haya mandado, o hable en nombre de dioses extranjeros, ese profeta morirá” (ibídem).

En el fondo, lo que Dios pretende es enseñar a los hombres a no buscar el “sensacionalismo de lo sobrenatural”. Las manifestaciones extraordinarias de Dios no son lo habitual y tampoco hay que buscarlas ávidamente, como si fueran algo necesario para nuestra salvación.

Dios ha designado su plan salvífico contando con medios ordinarios: todos sus dones “normales” (que incluyen los dones naturales y también los dones de la gracia) y la respuesta de fe que hemos de dar al Señor.

Lo que se recibe, se recibe al modo del recipiente”. Si tenemos fe, si somos creyentes, en todo veremos la manifestación de Dios y agradeceremos sus infinitas gracias. En realidad, no nos hacen falta los “milagros extraordinarios”, porque nos basta con los que hay en el Evangelio. Lo importante es ser sensibles y receptivos a la voz de Dios: “Ojalá escuchéis hoy la voz del Señor: «No endurezcáis vuestro corazón»”, repetiremos mañana en la antífona del Salmo responsorial.

La 2ª Lectura de la Misa es una invitación a “preocuparse de los asuntos del Señor, buscando contentarle” (cfr. 1 Co 7, 32-25). San Pablo, en este sentido, recomienda claramente el celibato. “Os digo todo esto para vuestro bien, no para poneros una trampa, sino para induciros a una cosa noble y al trato con el Señor sin preocupaciones” (cfr ibídem).

Vivir solamente (“con corazón indiviso”), “preocupado por las cosas del Señor”, nos facilita descubrir su presencia en todas las cosas de la vida. Es un gran don “ordinario”: una verdadera maduración de nuestra fe.

 El versículo del Aleluya, es un canto de esperanza: “El pueblo que habitaba en tinieblas vio una luz grande; a los que habitaban en tierra y sombras de muerte, una luz les brilló”.

Por fin, en el Evangelio (cfr. Mc 1, 21.28), san Marcos nos presenta a Jesús como alguien que “habla con autoridad”. Esa autoridad del Señor no se deriva de sus poderes sobrenaturales, principalmente, sino de su humildad, de su ser el Hijo de Dios, Suma Verdad y Suma Bondad.

“A menudo, para el hombre la autoridad significa posesión, poder, dominio, éxito. Para Dios, en cambio, la autoridad significa servicio, humildad, amor; significa entrar en la lógica de Jesús que se inclina para lavar los pies de los discípulos (cf. Jn 13, 5), que busca el verdadero bien del hombre, que cura las heridas, que es capaz de un amor tan grande como para dar la vida, porque es Amor” (Benedicto XVI, Ángelus, 29 de enero de 2012).

Jesús expulsa, de un hombre, a un espíritu inmundo que, curiosamente, quiere proclamar a todos los vientos que es el “Santo de Dios”. El demonio decía la verdad, pero la decía para tentar a los que estaban presenciando el milagro, desviando su atención hacia lo “milagroso y extraordinario”. La fama de Jesús crecía porque decían de Él: “Hasta a los espíritus inmundos les manda y le obedecen”.

Pero el Señor no quiere ese tipo de “publicidad”. Lo que quiere es la conversión de los corazones mediante la Cruz de Cristo. Sólo da fruto el grano de trigo que se entierra. Sólo se puede llegar a la gloria a través de la “puerta angosta” y del “camino estrecho” de la entrega de sí mismo: morir a uno mismo por la mortificación continua, para vivir en Cristo.

Para lo referente al “secreto mesiánico”, se puede ver:


Si se prefiere leer el texto completo de Benedicto XVI:


Ver también otra alocución de Benedicto XVI, comentando el pasaje de Marcos 1, 21-28 (especialmente el tema de la “autoridad del Señor”):



  

sábado, 24 de enero de 2015

Conversión

Mañana, 25 de enero, si  no fuera domingo, celebraríamos en la Iglesia la fiesta de la Conversión de San Pablo. De cualquier manera, las lecturas del Tercer Domingo del Tiempo Ordinario, también tratan sobre el tema de la conversión.


La palabra “conversión” aparece, desde el principio, en la predicación de Jesús: “El tiempo se ha cumplido y está cerca el Reino de Dios; convertíos [haced penitencia] y creed en el Evangelio” (Mc 1, 15).

El Diccionario de la Real Academia Española señala que “convertir”, en su primer significado, es “hacer que alguien o algo se transforme en algo distinto de lo que era”. Procede del latín “convertere”.

La palabra castellana “convertíos” procede de la original griega “metanoèite”, que significa “cambiad de mente”, “cambiad de pensamiento”. Deriva de “metànoia”, donde “nous”, en griego, significa mente, intelecto, pensamiento.

La invitación de Cristo a “cambiar de mente” es muy exigente; diríamos que es radical. Significa volver al origen, cuando nuestra mente era pura, no manchada por el pecado. Convertirse, por tanto, significa volverse atrás, al principio, a la fuente, a Dios mismo.

Platón, en la República (mito de la caverna) dice que la verdadera paideia (proceso de educación humana) es una conversión del mundo del engaño sensible al mundo del único verdadero ser que es la bondad absoluta. Los Padres tomaron la palabra metanoia de la metastrophé o periagogé platónica (voltear la cabeza y mirar en dirección opuesta). Cfr. Cfr. JAEGER, W., Humanismo y teología, Madrid 1964, pp. 119 y ss.

Eso es lo que sucedió a San Pablo en el camino de Damasco: encontró a Cristo: “Yo soy Jesús Nazareno, a quien tu persigues” (Hechos, 22, 8). Dejó de mirarse a sí mismo para descubrir la Verdad, el Camino y la Vida.

Eso es lo que hemos de hacer también nosotros de manera continua mientras estemos en esta tierra.

Como decía Juan Pablo II (Encíclica Tertio milenio adveniente, n. 32), la cuestión siempre actual de la conversión es “la condición preliminar para la reconciliación con Dios tanto de las personas como de las comunidades”.

En la Exhortación Apostólica Reconciliatio et Poenitentia, Juan Pablo II afirma que el alma de la conversión es la contrición, es decir, “un rechazo claro y decidido del pecado cometido, junto con el propósito de no volver a cometerlo por el amor que se tiene a Dios y que renace con el arrepentimiento”. En este sentido, dice el Papa, “contrición y conversión son aún más un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro de la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación en lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvados, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar” (n. 31).

Detengámonos un poco para profundizar, al hilo de unas reflexiones del Cardenal Joseph Ratzinger, en el significado de la palabra metanoia, que utilizan los evangelistas para designar lo que pedía Jesucristo a todos, al principio de su vida pública. Cfr. J. RATZINGER, Teoría de los principios teológicos (Materiales para una teología fundamental), Herder, Barcelona 1985, 63-76.

El Cardenal Ratzinger, dice que la palabra griega metanoia “es un concepto que abarca la entera existencia, radicalmente. Significa, fundamentalmente, convertirse

“En los griegos  metanoein  significa  arrepentirse  in actu. Para el concepto de un  arrepentimiento permanente  (volver a uno mismo,  a  la  unidad;  recogimiento  interior,  donde  habita la verdad...)  se  usa  el  verbo  epistrophein.  Este  concepto  es parecido al de  metanoia en la  Biblia,  pero no igual. La Biblia pide una conversión que se identifica con la obediencia y  la fe, no un mero volverse a sí mismo,  sino un abrirse al tú, a Dios, a la Iglesia” (ibídem, p. 68).

“Actualmente se aplaude todo cambio (culto a  la movilidad) y se reprueba todo conservadurismo. La metanoia cristiana  pide un cambio radical (no cambios a medias),  pero  también una "firmeza en Cristo" que es la Verdad y el Camino (fidelidad y cambio). El  cambio  es necesario para mantenerse  a la  altura de la decisión de  fidelidad,  porque en el hombre pesa  más el egoísmo que el amor y la verdad” (ibídem, pp. 69-74).

Metanoia no  sólo  es "conversión"  interior. También abarca una dimensión eclesial: aquí se  fundamenta el sacramento  de la penitencia  como  forma eclesial  y  palpable  de  una conversión renovada” (ibídem, p. 74).

“"Yo os aseguro: si no cambiáis y os  hacéis  como niños, no entraréis en el reino de los cielos" (Mt 18, 3)”. La "metanoia" implica hacerse como niños: la sencillez de la vida ordinaria, el "pequeño camino" de Santa Teresita de Lisieux, la paciencia de la diaria permanencia,  la renovación y el cambio diario. Esto es lo que hace a los hombres clarividentes” (ibídem, pp. 74-76).

También el Cardenal Ratzinger, dice que “la fe es una decisión radical: una conversión, un pasar de fiarse de lo visible a fiarse de lo invisible”. “La fe requiere conversión, y la conversión es un acto de obediencia, no a un contenido, sino a un «Tu» (Cristo)”. Cfr. J. Ratzinger, Natura e Compito de la Teología, ed. Jaca Book, Milano 1993, pp. 54-55.

Como afirma San Pablo: "Porque las aflicciones, tan breves y tan ligeras de la vida presente, nos producen el eterno peso de una sublime e incomparable gloria y así no ponemos nosotros la mira en las cosas visibles, sino en las invisibles; porque las que se ven son transitorias, más las que no se ven son eternas" (2 Cor 4, 17-18).

La fe es algo diariamente nuevo: hay que convertirse cada  día. Es decir, para poder acceder al misterio es necesaria una conversión. La fe supone siempre una conversión. La verdadera conversión, siempre es un acto de fe. Cuando la fe irrumpe en nuestro pensar, hay que dar inicio a un nuevo modo de pensar, que lleva consigo el cambio del «yo» al «no más yo», que lleva consigo —por tanto— el sufrimiento y el dolor. Por eso los grandes convertidos (Agustín, Pascal, Newman, Guardini...) pueden siempre ser guías en el camino hacia la fe (cfr. J. Ratzinger, Natura e Compito de la Teología, ed. Jaca Book, Milano 1993, pp. 54-55).

El 10 de diciembre del año 2000, el Card. Joseph Ratzinger pronunciaba una conferencia sobre la nueva evangelización, durante el jubileo de los catequistas y los profesores de Religión celebrado en Roma. En esa conferencia, además de hablar de la estructura y del método de la nueva evangelización, mencionaba sus cuatro contenidos esenciales: 1) la conversión, 2) el Reino de Dios, 3) Jesucristo y 4) la vida eterna. Se puede encontrar en:


Para profundizar en este tema se pueden leer:



sábado, 17 de enero de 2015

Diálogo ecuménico

Mañana, 18 de enero, comenzamos el Octavario para la Unidad de los Cristianos. Concluye el 25 de enero, fiesta de la Conversión de San Pablo. En esta ocasión, nos parece oportuno transcribir una entrevista a Jutta Burggraf (1952-2010), publicada por ZENIT, el 17 de julio de 2007 con el título: El ecumenismo no está en crisis, llega a su madurez.


Para complementar la visión de la teóloga alemana con una perspectiva más actual, se puede leer el reciente artículo de Sandro Magister:


Entrevista a Jutta Burggraf (17 de julio de 2007)

El ecumenismo no está en crisis, «sino en una situación de mayor madurez: vemos hoy más claramente lo que nos une y lo que nos separa».

Lo comenta a Zenit la experta en ecumenismo Jutta Burggraf, alemana y profesora de Teología Sistemática y de Ecumenismo en la Facultad de Teología de la Universidad de Navarra.

El reciente documento «Respuestas a algunas preguntas acerca de ciertos aspectos de la doctrina sobre la Iglesia», publicado por la Congregación para la Doctrina de la Fe, según la teóloga, «ha puesto el dedo en la llaga y, al mismo tiempo, ha señalado en qué dirección deberían ir los futuros diálogos ecuménicos».

El nuevo texto de la Congregación para la Doctrina de la Fe recuerda que no aporta ninguna novedad, sino que subraya la doctrina de la Iglesia ante algunas interpretaciones incorrectas. ¿Qué tipo de errores se cometen, en este sentido, en el movimiento ecuménico?

–Burggraf: Efectivamente, se puede considerar el ecumenismo como un movimiento único –suscitado por el mismo Espíritu Santo–, cuyo fin consiste en promover la unidad entre los cristianos en todo el mundo. En este movimiento participa cada una de las comunidades cristianas desde su perspectiva propia. Y cada una tiene su comprensión específica sobre lo que es la deseada unidad.

Actualmente, está ganando mucha influencia la llamada «teoría de las ramas» («branch-theory»), que fue elaborada por la Asociación para la Promoción de la Unidad de los Cristianos en el siglo XIX y ampliada en el siglo XX. Según esta teoría, el cristianismo se entiende como un árbol. Lo que tienen las diversas confesiones en común, es el tronco, del que salen varias ramas exactamente iguales: la Iglesia católica, las Iglesias ortodoxas y las Iglesias que han salido (directa o indirectamente) de la Reforma protestante.

Los católicos no podemos aceptar esta teoría. No buscamos una super-Iglesia (con una concepción «federalista» de la unidad).

Según nuestra fe, la unidad de la Iglesia de Cristo no es una realidad futura, hoy inexistente, que tendríamos que crear todos juntos. Ni tampoco es algo repartido entre diversas comunidades, que sostienen doctrinas a veces contradictorias.

Es más bien una realidad que, en su núcleo esencial, ya existe y siempre existió, y que subsiste en la Iglesia católica: está realizada en ella –a pesar de todas las debilidades de sus hijos– por la fidelidad del Señor a lo largo de la historia.

¿Así se puede decir realmente que la unidad de la Iglesia ya existe?

–Burggraf: El término ecumenismo viene de las palabras griegas «oikéin» (habitar) y «oikós» (casa) que han tenido diversos significados a lo largo de la historia. Los cristianos las han empleado para hablar de la Iglesia, la gran casa de Cristo.

La puerta para entrar en la Iglesia es el Bautismo válido, que se administra según el rito establecido y en la fe recibida de Cristo. Esta fe debe abarcar al menos los dos misterios más grandes que nos han sido revelados: la Santísima Trinidad y la Encarnación. En consecuencia, todas las personas bautizadas en estas condiciones, se han «incorporado» a Cristo y han «entrado» formalmente en su casa. Pueden enfermar e incluso morir (espiritualmente), pero nadie puede echarles jamás.

Por esto –recuerda el Concilio Vaticano II– no sólo los católicos son «cristianos», sino todos los bautizados, en cuanto que sus respectivas comunidades conservan al menos esta fe mínima en los dos grandes misterios mencionados. «Son nuestros hermanos –dice San Agustín– y no dejarán de serlo hasta que dejen de decir: "Padre nuestro"».
En un niño recién nacido la gracia de Dios actúa del mismo modo, tanto si es bautizado en la Iglesia católica como si lo es en una Iglesia ortodoxa o evangélica.

¿En qué consiste, entonces, la labor ecuménica desde la perspectiva católica?

–Burggraf: La Iglesia invita a mirar a nuestros hermanos en la fe no sólo bajo la perspectiva negativa de lo que «no son» (los no católicos), sino bajo el prisma positivo de lo que «son» (los bautizados). Son los «otros cristianos», a los que estamos profundamente unidos: ¡estamos en la misma casa!

La tarea ecuménica no consiste, por tanto, en crear la unidad, sino en hacerla visible a todos los hombres, superando las separaciones que impiden a la Iglesia mostrarse al mundo tan espléndida como realmente es.

Por esta razón, es necesario buscar una forma eclesial que abarque, de un modo más completo posible, las legítimas diversidades en la teología, en la espiritualidad y en el culto. En la medida en que logramos realizar una pluralidad buena y sana, «la Iglesia resplandece –según el Papa Juan XXIII– más bella aún por la variedad de los ritos y, semejante a la hija del Rey soberano, aparece adornada con un vestido multicolor».

Según este planteamiento positivo, un cristiano no condena ni rechaza a «los otros», sino que busca sacar a la luz la raíz común de todas las creencias cristianas, y se alegra cuando descubre en las otras Iglesias verdades y valores, que quizá no haya tenido suficientemente en cuenta en su vida personal. Es comprensible que el Concilio Vaticano II, partiendo de esta perspectiva, haya abierto el camino a una gran vitalidad y fecundidad. Lo abrió comprometiendo, en primer lugar, a la misma Iglesia católica que tomó, de nuevo, conciencia de purificarse y renovarse constantemente.

La unidad, cuando se dé algún día, será obra de Dios, «un don que viene de lo alto.» Es preciso no olvidar nunca que el verdadero protagonista del movimiento ecuménico es el Espíritu Santo.

¿Cómo reaccionan los protestantes ante esta visión que la Iglesia tiene de ellos no como Iglesia sino como comunidades eclesiales?

–Burggraf: La primera reacción fue una gran decepción, tanto entre los protestantes como entre muchos católicos. Se puede comprender, porque muchos medios han dado la noticia de un modo sensacionalista y sin explicar que hay distintos modos de emplear la palabra «Iglesia».
En el sentido cultural, social y religioso hablamos cada día, sin ningún problema, de las «Iglesias protestantes», por ejemplo de la «Iglesia Evangélica de Alemania» (la EKD).

También las llamamos «Iglesia» en un sentido teológico amplio, en cuanto pertenecen a la casa de Cristo (forman parte de la Iglesia de Cristo). Sin embargo, no las llamamos «Iglesia» en sentido estricto, porque -según la teología católica– carecen de un elemento constitutivo esencial del ser Iglesia: la sucesión apostólica en el sacramento del orden.

Pero esto no es ninguna discriminación, sino que muestra un profundo respeto hacia ellos. Nuestros hermanos evangélicos, ciertamente, quieren ser «Iglesia de Cristo» (y lo son); pero –al menos, hasta hoy– no quieren ser «Iglesia» en el mismo sentido en que los católicos entendemos esta realidad. No consideran, por ejemplo, el sacerdocio como un sacramento. Para expresarlo claramente, no hablan de «sacerdotes», sino de «pastores» y de «pastoras». En la misma línea, podemos distinguir entre Iglesia (en sentido católico) y Comunidad.

¿Cuál es el mayor escollo ecuménico que se está afrontando en este momento?

–Burggraf: Es precisamente la eclesiología. Por tanto, el documento ha puesto el dedo en la llaga y, al mismo tiempo, ha señalado en qué dirección deberían ir los futuros diálogos ecuménicos.

Según el Vaticano II se distinguen diversos modos de pertenecer a la casa de Cristo. La pertenencia es plena si una persona ha entrado formalmente –mediante el bautismo– en la Iglesia y se une a ella a través de un «triple vínculo»: acepta toda la fe, todos los sacramentos y la autoridad suprema del Santo Padre. Es el caso de los católicos. La pertenencia, en cambio, es no plena, si una persona bautizada rechaza uno o varios de los tres vínculos (totalmente o en parte). Es el caso de los cristianos ortodoxos y evangélicos.

Sin embargo, para la salvación no basta la mera pertenencia al Cuerpo de Cristo, sea plena o no. Todavía más necesaria es la unión con el Alma del Señor que es –según la imagen que utilizamos– el Espíritu Santo. En otras palabras, sólo una persona en gracia llegará a la felicidad eterna con Dios. Puede ser un católico, un anglicano, luterano u ortodoxo (y también un seguidor de otra religión).

Las estructuras visibles de la Iglesia son, ciertamente, necesarias. Pero en su núcleo más profundo, la Iglesia es la unión con Dios en Cristo. ¿Quién es más «Iglesia»? Aquel que está más unido a Cristo. Aquel que ama más.

Es significativo que Jesucristo nos ponga como modelo de caridad a un «buen samaritano», es decir a una persona considerada, en aquellos tiempos, como «hereje». Alberto Magno afirma: «Quien ayuda a su prójimo en sus sufrimientos –sean espirituales o materiales– merece más alabanza que una persona que construye una catedral en cada hito en el camino desde Colonia a Roma, para que se cante y rece en ellas hasta el fin de los tiempos. Porque el Hijo de Dios afirma: No he sufrido la muerte por una catedral, ni por los cantos y rezos, sino que lo he sufrido por el hombre.»

Sea sincera: ¿piensa que hoy por hoy el ecumenismo goza de buena salud?

–Burggraf: El diálogo ecuménico, en varios niveles, se encuentra en pleno desarrollo. Católicos, ortodoxos y protestantes se han acercado unos a otros, se han conocido mutuamente, han dejado atrás viejos prejuicios y clichés y se han dado cuenta de que su división es un escándalo para el mundo y contraria a los planes divinos.

Podemos decir, sin exagerar, que hemos avanzado en el camino hacia la plena unidad en las últimas décadas más que en varios siglos.

Sin embargo, el «entusiasmo ecuménico» de los tiempos posteriores al Concilio ha disminuido.

Se ha perdido la ilusión –bastante extendida en el mundo entero– de que las diferencias entre las diversas comunidades cristianas desaparecerían con relativa facilidad. Se ha visto que el camino es duro y largo. Pero no estamos en una crisis, sino en una situación de mayor madurez: vemos hoy más claramente lo que nos une y lo que nos separa.

Un ecumenismo sólido está basado sobre la convicción de que, a pesar de las dificultades, debemos intentar colaborar, dialogar y, sobre todo, rezar juntos con la esperanza de descubrir la unidad que de hecho ya existe.

sábado, 10 de enero de 2015

El Bautismo de Cristo en el Jordán

        Después de haber pasado 30 años de vida oculta en Nazaret, Jesús, impulsado por el Espíritu y deseando cumplir enteramente el designio salvífico de su Padre, decide partir hacia el Jordán, para iniciar así su vida pública.

Pintura del Bautismo del Señor, de Bartolomé Esteban Murillo
(Catedral de Sevilla)

        Podemos imaginarnos la escena de despedida en Nazaret. En bastantes ocasiones el Señor habría hecho un viaje semejante (por ejemplo, a Jerusalén), por uno de los dos caminos que había: el del interior (por el valle de Iezrael y el monte Tabor) y el del Jordán (hasta llegar a Jericó, y después subir a Jerusalén). Pero aunque muchos nazarenos pensasen que era un viaje más, había una persona que sabía muy bien que no lo era: la Virgen.

        Nuestra Señora se quedaba sola. San José había muerto hacia unos años. María vivía totalmente para Jesús. Sin embargo, la riqueza interior de la Virgen, su gran fe y su confianza inquebrantable en la Providencia divina, no le llevaban a ponerse triste. Aunque no tuviese físicamente cerca al Señor, podía seguirlo en sus correrías y permanecer estrechamente unida a Él, espiritualmente. Y así lo hizo en los tres años que separaban a su Hijo del Gólgota.

        Jesús probablemente llegó al Jordán en alguna caravana. Aquel año era sabático. Muchos galileos habían bajado a buscar el bautismo de penitencia de Juan. Cada vez iba tomando más fuerza su predicación. Todos lo consideraban un gran profeta, por su aspecto imponente (era un como nuevo Elías) y, sobre todo, por su palabra que penetraba como una espada en los corazones de quienes le escuchaban.

        El Señor se quedó en alguna tienda cerca del Jordán y, también se dispuso a recibir el bautismo de Juan, poniéndose en la cola, como todos, para esperar su turno. Era la cola de los pecadores, siendo Él el Cordero sin mancha. Está dispuesto a abajarse hasta lo más bajo, a tomar sobre sí todos los pecados del mundo.

        “Con un bautismo he de ser bautizado y cómo está mi alma en vilo hasta que se cumpla” (Lc 12, 50). Estas palabras las dijo Jesús un poco antes de su Pasión. El bautismo que deseaba recibir era el de su muerte en la Cruz. Pero ya desde su bautismo en el Jordán, el Señor comenzó a sumergirse en el Bautismo que tenía que recibir más adelante.

        La iconografía oriental representa con frecuencia este misterio de la vida del Señor como un sumergirse de Cristo en el río Jordán, que se convierte en una sepultura de la cual surgirá vivo en día de su Resurrección.

        “El icono del bautismo de Jesús muestra el agua como un sepulcro líquido que tiene la forma de una cueva oscura, que a su vez es la representación iconográfica del Hades, el inframundo, el infierno. El descenso de Jesús a este sepulcro líquido, a este infierno que le envuelve por completo, es la representación del descenso al infierno: «Sumergido en el agua, ha vencido al poderoso» (cf. Lc 11, 22), dice Cirilo de Jerusalén” (Benedicto XVI, Jesús de Nazaret).

        Cuando llega Jesús ante el Bautista, este se resiste a bautizarlo: ¿cómo voy a bautizar al que es la luz inaccesible? Jesús, previendo todas las cosas, le dice a Juan: Muy bien, Juan, está bien que estés temeroso ante mí. Pero conviene completar lo que está determinado de antemano.

        Juan Bautista sabía que no era digno de desatar la correa del calzado del Señor y que él tenía que disminuir y Jesús que crecer. Pero debía bautizar al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo.

        Durante el bautismo del Señor, los cielos se abren, se posa una paloma sobre Jesús y se oye la voz del Padre: “Este es mi Hijo predilecto en quien tengo todas mis complacencias” (Mt 3, 17).

        “Así pues, en el Jordán se halla presente toda la Trinidad para revelar su misterio, autenticar y sostener la misión de Cristo, y para indicar que con él la historia de la salvación entra en su fase central y definitiva. Esa historia involucra el tiempo y el espacio, las vicisitudes humanas y el orden cósmico, pero en primer lugar implica a las tres Personas divinas. El Padre encomienda al Hijo la misión de llevar a cumplimiento, en el Espíritu, la "justicia", es decir, la salvación divina” (Juan Pablo II, Audiencia general, 12-IV-2000).

        Después de haber sido bautizado, nos dicen los evangelios sinópticos, “Jesús fue llevado por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo. Y después de haber ayunado cuarenta días y cuarenta noches, entonces tuvo hambre” (Mt 4, 1-2).

        Así se prepara el Señor para su vida pública: con oración y ayuno. La fuerza de ese retiro en el desierto no se dejará esperar. Al volver al Jordán, el Señor comienza a reunir a sus apóstoles.

        Juan, además de cumplir fielmente su misión de precursor, aprovecha la ocasión para guiar a sus discípulos hacia Jesús. Andrés y Juan siguen al Señor hasta el lugar en que habitaba y se quedan con él aquella tarde. Más tarde, cuando Juan, el apóstol, recuerde aquel primer encuentro con Jesús, sus palabras traslucirán la gran emoción que supuso para él, y para los demás apóstoles, haber conocido y convivido tan estrechamente con el Salvador del mundo: “era como la hora de décima (las cuatro de la tarde)” (Jn 1, 39).

        ¿Qué hablarían Juan y Andrés con el Señor aquél día, junto al Jordán? ¿Qué descubrimientos harían los apóstoles al ver a Jesús? “Venid y lo veréis” les había dicho Jesús, cuando le preguntaron que dónde habitaba. ¿Qué les habrá dicho el Señor aquél día memorable?

        El resultado de aquella conversación fue que los dos apóstoles creyeron en el Señor, pues cada uno fue con su hermano (Pedro y Santiago), respectivamente, y les dijeron eso: “Hemos encontrado al Mesías” (Jn 1, 41). Es decir: al Ungido, al Cristo…, al que habían anunciado todos los profetas; en quien se cumplirían todas las promesas de Israel.   

        La noticia corre de boca en boca entre los discípulos de Juan, y a los cuatro primeros discípulos se unen inmediatamente otros dos: Felipe y Natanael (Bartolomé). Y Jesús vuelve a Galilea con esos seis primeros, pues al tercer día de todo aquello había una boda en Caná, una pequeña población situada a escasos 8 kilómetros de Nazaret.

        La Fiesta que celebra ahora la Iglesia nos puede ayudar, al iniciar este año 2015, a prepararnos mejor para lo que Dios quiera de cada uno en estos próximos meses, que sin duda, serán intensos.

        En este sentido, nos puede servir repasar un mensaje de Jesús a Marga, del 18 de junio de 2002 (aniversario del segundo mensaje que la Virgen dio a las videntes de Garabandal en 1965), en el que explica qué significa prepararse mejor para los acontecimientos que la Providencia tiene dispuestos en un futuro no muy lejano.

        Aprovechamos para recomendar el libro del Padre Eusebio García de Pesquera, O.F.M., “Se fue con prisas a la montaña”, sobre las apariciones de Garabandal, que ahora se puede bajar o leer on-line en el sitio Virgen de Garabandal”.

Mensaje de Jesús a Marga (18 de junio de 2002)

Jesús:

        Pensad: «Que sea lo que Dios quiera y cuando Dios quiera. Y si el Señor varía el tiempo o para los acontecimientos, Bendito sea, porque no vamos a poder resistir si no es con su Poder. Y que su Poder venga sobre nosotros cuando determine su Voluntad. Y ojalá que la Ira no descienda sobre nosotros con toda su crudeza, porque no vamos a poder resistir. En sus Manos está. Nosotros sólo estemos preparados».

        Pero no quiero que deseéis que vengan los acontecimientos sólo porque estéis preparados, que no era ésa sólo la preparación que quería que cogierais. El hacer mi Voluntad y un corazón contrito y humillado: eso es lo que mi Voluntad no lo desprecia (cfr. Sal 51, 17), eso es lo que ama mi Corazón.

        El preparar a los demás y avisar al Resto: eso es lo que deseo de vosotros. Desviviros por los demás. Y aún no cuento en vuestras filas a todos los que habrían de venir. ¿Dónde están los que habrían de venir por vuestro medio?

        Preocupaciones mundanas. Puestos acomodados. Eso es lo que observo en vosotros.

        ¿Captáis la magnitud de los acontecimientos? No es así, porque entonces no estaríais tan preocupados de lo material. Olvidad eso por un momento, y ved si así la preocupación por el resto os llega. Y queréis salvar almas junto con la vuestra del Desastre. Porque vuestra alma es de la que tendréis que dar cuenta: no de cómo adornasteis vuestra casa, no de cómo vestisteis a vuestros hijos... Vuestra alma, y la de los que os rodean. Y las almas de los justos que esperan su salvación por vuestro medio.

        ¡Venid a trabajar! ¡Venid, trabajadores, a mi Viña!

sábado, 3 de enero de 2015

Epifanía: la fiesta de la Fe

Comienza un nuevo año: el 2015. Al parecer, cada vez están más próximos los eventos anunciados por Nuestra Madre en las apariciones de Garabandal: el Aviso, el Milagro y el Castigo.


Los que han estudiado más esas apariciones y otras intervenciones de la Virgen en los últimos siglos hacen hipótesis sobre la cercanía de los sucesos profetizados en La Sallete, Lourdes, Fátima, Akita, etc.

Nosotros, queremos prepararnos para lo que ha de venir, siguiendo los consejos de Nuestra Señora en Garabandal: procurar “ser buenos”, hacer penitencia, aumentar nuestra devoción a la Eucaristía, y ser cada vez más marianos, a través de las muchas devociones a la Virgen que hay en la Iglesia, especialmente, por medio del rezo pausado y lleno de amor del Santo Rosario.

María nos llevará a su Hijo, que es el Centro de nuestra Fe: Jesucristo, verdadero Dios y verdadero Hombre. Conocer a Cristo y amarle cada vez más, para unirnos estrechamente a Él: esa es nuestra meta en esta vida; y darle a conocer a nuestros hermanos, lo más posible, cada día.

En los próximos meses, de este año 2015, iremos reflexionando sobre las principales verdades de nuestra fe, al hilo de las fiestas del Señor, de su Madre y de los santos que la Liturgia nos va proponiendo.

Hoy meditaremos sobre la Fiesta de la Fe: la Epifanía, que celebraremos mañana.

A. La Luz de Dios

La Epifanía es misterio de luz, simbólicamente indicada por la estrella que guio a los Magos en su viaje. Pero el verdadero manantial luminoso, el "sol que nace de lo alto" (Lc 1, 78), es Cristo (cfr. Benedicto XVI, Homilía, 6-I-2008).

En el misterio de la Navidad, la luz de Cristo se irradia sobre la tierra, difundiéndose como en círculos concéntricos: la Sagrada Familia, los pastores, los magos (pero no Herodes y Jerusalén).

Pero, ¿qué es esta luz? ¿Es sólo una metáfora sugestiva, o a la imagen corresponde una realidad? El apóstol san Juan escribe en su primera carta: "Dios es luz, en él no hay tiniebla alguna" (1Jn 1, 5); y, más adelante, añade: "Dios es amor". Estas dos afirmaciones, juntas, nos ayudan a comprender mejor: la luz que apareció en Navidad y hoy se manifiesta a las naciones es el amor de Dios, revelado en la Persona del Verbo encarnado. Atraídos por esta luz, llegan los Magos de Oriente.

Sin embargo, aunque Dios es Luz, al revelarse a los hombres en Cristo, en cierta manera lo hace “ocultándose”. Quiere darse a conocer pero no de manera patente, sino por la fe, que es de las cosas que no se ven.

Este ocultamiento (Dios se revela en un niño recién nacido) constituye la "manifestación" más elocuente de Dios: la humildad, la pobreza, la misma ignominia de la Pasión nos permiten conocer cómo es Dios verdaderamente. El rostro del Hijo revela fielmente el del Padre. Por ello, todo el misterio de la Navidad es, por decirlo así, una "epifanía".

B. Epifanía: fiesta de la Fe

Los Magos ven una estrella, que les llama la atención. Pero la ven gracias a su fe. Buscan a Dios en el cielo, que narran la gloria de Dios, y encuentran señales suyas que los llevan al Niño de Belén.

Y en Belén encuentran a Jesús, despojado de toda la grandeza de los reyes de la tierra. Los Magos, sin embargo, ven la manifestación de Dios en aquel Niño. Y lo adoran ofreciéndole sus dones: oro, incienso y mirra.

Descubren el misterio escondido desde todos los siglos, gracias a la fe, que es un don de Dios para poder conocer y amar ese misterio.

Su fe se centra en la Persona de Jesucristo. El cristianismo no es un conjunto de dogmas que hay que creer. La “esencia” del cristianismo es creer en una Persona: Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre.

Nosotros hemos recibido esa misma fe de los Magos a través del Sacramento del Bautismo. Es la fe recibida en la Iglesia. La misma fe de nuestros padres y abuelos.

Cuando el Hijo del hombre venga, ¿hallará fe en la tierra?” (Lc 18, 8). Estas palabras del Señor las dijo al terminar una parábola (la del juez inicuo) por la cual Jesús quería enseñar a sus discípulos que debían orar en todo tiempo y no desfallecer.

La fe se alimenta con la oración, la meditación de la Palabra de Dios, la recepción de los Sacramentos y la formación cristiana. Esos son los medios que siempre se han utilizado para cuidar y defender nuestra fe, a lo largo de los siglos.

Ahora, con los apóstoles, le pedimos a Jesús: ¡Auméntanos la fe!

C. La adoración

Los Magos, cuando llegaron a Belén, ofrecieron a Jesús sus dones: oro incienso y mirra, y le adoraron. María se uniría a esa adoración: “Mi alma glorifica al Señor y mi espíritu se llena de gozo en Dios mi salvador”.

“La adoración —afirma Mons. Guido Marini— es alabanza y glorificación de Dios. Es el reconocimiento lleno de asombro, también podríamos decir extático —porque nos hace salir de nosotros mismos y de nuestro pequeño mundo—, de la grandeza infinita de Dios, de su majestad inalcanzable, de su amor sin fin que se dona a nosotros en absoluta gratuidad, de su señorío omnipotente y providente. La adoración conduce, en consecuencia, a la reunificación del hombre y de la creación con Dios, a salir del estado de separación, de aparente autonomía, a la pérdida de uno mismo que es la única manera de encontrarse”.

Todo, en la acción litúrgica, debe conducir a la adoración, a la unión con Dios. Pero, podemos decir que toda nuestra vida es liturgia y adoración de Dios.

En nuestra época, en la que se adora tanto a los ídolos del éxito, el dinero, el placer y el poder; en la que se exalta tanto al “yo” falso que hay en cada uno de nosotros, es más necesaria que nunca la verdadera adoración a Dios: principalmente en la Eucaristía, porque ahí está su presencia de modo verdadero, real y sustancia. Pero también en la vida diaria: en la familia, en el trabajo, en el descanso….

De esta manera, nosotros podemos ofrecerle también al Niño de Belén, el oro fino de nuestro desprendimiento de las cosas terrena; el incienso de nuestros deseos de llevar una vida noble, entre nuestros hermanos, de modo que perciban el “buen olor de Cristo” que hay en nuestras palabras y acciones; y también la mirra de nuestros sacrificios en las cosas pequeñas de cada día (cfr. José María Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, n. 35).

El espíritu de adoración a Dios lo podemos y debemos manifestar, por ejemplo, en los gestos de piedad eucarística: una genuflexión pausada al pasar delante del Sagrario, la Comunión de rodillas y en la boca, el silencio y recogimiento cuando estamos en una iglesia, etc.

Finalmente, tengamos muy presente las siguiente palabras de Jesús a Marga (cfr. La Verdadera devoción al Corazón de Jesús. Dictados de Jesús a Marga, Mensaje de Jesús, del 28 de junio de 2008, p. 626): 
Yo vendré. Bajaré del Cielo, y conmigo la Jerusalén Celeste (cfr. Ap 3, 12; 21, 2).
Y vendré a establecer mi Morada entre vosotros, los que habéis permanecido fieles. Con ellos construiré la Nueva Jerusalén.
Y  no habrá ya más llanto y corrupción (cfr. Ap 21, 4).
Volveré a establecerme en el Centro del Santuario. Y habrá Adoración Perpetua en todos los Templos.
La vida de los que en Mí creen será eminentemente eucarística. En Ella, ya no sólo creeréis por la fe, sino por los sentidos exteriores e interiores. Me comunicaré a todos en Efusión de Amor. Y me haré visible a muchos”.