sábado, 2 de mayo de 2015

Permanecer en la Vid

El Papa Benedicto XVI afirma, en el tomo II de su libro “Jesús de Nazareth”, que hay cuatro grandes dones de la tierra, que menciona la Sagrada Escritura, y que se han convertido en los elementos sacramentales fundamentales de la Iglesia: el agua, el pan, el aceite y el vino.


En ellos, los frutos de la creación se convierten en vehículos de la acción de Dios en la historia, en "signos" mediante los cuales Jesucristo nos muestra su especial cercanía.

Cada uno de ellos presenta características distintas entre sí. Y cada uno tiene una función diferente de signo.

El vino, en el cual ahora nos centramos, porque está en el centro de la Liturgia de la Palabra del Domingo V de Pascua, representa la fiesta y permite al hombre sentir la magnificencia de la creación. En la Sagrada Escritura, es un elemento propio de los ritos del sábado, de la pascua y de las bodas.

El vino, dice el Papa,  “nos deja vislumbrar algo de la fiesta definitiva de Dios con la humanidad, a la que tienden todas las esperanzas de Israel. "El Señor todopoderoso preparará en este monte [Sión] para todos los pueblos un festín... un festín de vinos de solera... de vinos refinados..." (Is 25, 6)”.

En el Evangelio de San Juan, el don del vino nuevo se encuentra en el centro de la boda de Caná (cf. Jn 2, 1-12), mientras que, en sus sermones de despedida, Jesús se presenta como la verdadera vid (cf. Jn 15, 1-10), según leeremos el próximo domingo en el texto del Evangelio.

En Caná, Jesús convirtió 520 litros de agua en un vino excelente. Esto sucedió al tercer día de un suceso que no está muy claro (aunque parece ser que se trata de la elección de los primeros discípulos): "Tres días después había una boda en Caná de Galilea" (Jn 2, 1).

Esta referencia de San Juan al “tercer día”, tiene que ver con la Resurrección de Cristo, que sucedió al tercer día de su muerte.  

Por otra parte, Jesús dice que no ha llegado “su hora” (es decir, su hora de la glorificación que comienza en la Cruz y culmina en su Resurrección). Pero el Señor tiene el poder de anticipar “la hora” misteriosamente con signos. “Por tanto, el milagro de Caná se caracteriza como una anticipación de la hora y está interiormente relacionado con ella”.

La exégesis que hace Benedicto XVI a este pasaje evangélico continúa con unas consideraciones impresionantes y llenas de belleza que vale la pena transcribir por entero.

“¿Cómo podríamos olvidar que este conmovedor misterio de la anticipación de la hora se sigue produciendo todavía? Así como Jesús, ante el ruego de su madre, anticipa simbólicamente su hora y, al mismo tiempo, se remite a ella, lo mismo ocurre siempre de nuevo en la Eucaristía: ante la oración de la Iglesia, el Señor anticipa en ella su segunda venida, viene ya, celebra ahora la boda con nosotros, nos hace salir de nuestro tiempo lanzándonos hacia aquella "hora".

De esta manera comenzamos a entender lo sucedido en Caná. La señal de Dios es la sobreabundancia. Lo vemos en la multiplicación de los panes, lo volvemos a ver siempre, pero sobre todo en el centro de la historia de la salvación: en el hecho de que se derrocha a sí mismo por la mísera criatura que es el hombre. Este exceso es su "gloria". La sobreabundancia de Caná es, por ello, un signo de que ha comenzado la fiesta de Dios con la humanidad, su entregarse a sí mismo por los hombres. El marco del episodio –la boda– se convierte así en la imagen que, más allá de sí misma, señala la hora mesiánica: la hora de las nupcias de Dios con su pueblo ha comenzado con la venida de Jesús. La promesa escatológica irrumpe en el presente”.

Pero, ahora, hemos de pasar al otro texto del Evangelio de San Juan en la que Jesús utiliza la imagen del “vino”: la alegoría de la vid, que está contenida en el capítulo 15.

“Mientras la historia de Caná –dice Benedicto XVI– trata del fruto de la vid con su rico simbolismo, en Juan 15 –en el contexto de los sermones de despedida– Jesús retoma la antiquísima imagen de la vid y lleva a término la visión que hay en ella. Para entender este sermón de Jesús es necesario considerar al menos un texto fundamental del Antiguo Testamento que contiene el tema de la vid y reflexionar brevemente sobre una parábola sinóptica afín, que recoge el texto veterotestamentario y lo transforma.

En Is 5, 17 nos encontramos una canción de la viña”.

Y, para comprender mejor el texto del Evangelio que leeremos mañana, sigamos el hilo de la explicación que hace el Papa Benedicto.

Jesús interpreta la canción de la viña, de Isaías, como referida a Él mismo (cfr. Mc 12, 1-12): Él es el Hijo que será llevado a la muerte. El dueño de la viña es Dios Padre que castigará a los malos viñadores y arrendará la viña a otros siervos.

Jesús, en la parábola de la viña se refiere también a nosotros: “Habla precisamente también con nosotros y de nosotros. Si abrimos los ojos ─afirma el Papa Benedicto─, todo lo que se dice ¿no es de hecho una descripción de nuestro presente? ¿No es ésta la lógica de los tiempos modernos, de nuestra época? Declaramos que Dios ha muerto y, de esta manera, ¡nosotros mismos seremos dios! Por fin dejamos de ser propiedad de otro y nos convertimos en los únicos dueños de nosotros mismos y los propietarios del mundo. Por fin podemos hacer lo que nos apetezca. Nos desembarazamos de Dios; ya no hay normas por encima de nosotros, nosotros mismos somos la norma. La "viña" es nuestra. Empezamos a descubrir ahora las consecuencias que está teniendo todo esto para el hombre y para el mundo...”.

“La parábola de la viña en los sermones de despedida de Jesús ─afirma Benedicto XVI─ continúa toda la historia del pensamiento y de la reflexión bíblica sobre la vid, dándole una mayor profundidad. "Yo soy la verdadera la vid" (Jn 15, 1), dice el Señor. En estas palabras resulta importante sobre todo el adjetivo "verdadera" (…). Pero el elemento esencial y de mayor relieve en esta frase es el "Yo soy": el Hijo mismo se identifica con la vid, El mismo se ha convertido en vid. Se ha dejado plantar en la tierra. Ha entrado en la vid: el misterio de la encarnación, del que Juan habla en el Prólogo, se retoma aquí de una manera sorprendentemente nueva. La vid ya no es una criatura a la que Dios mira con amor, pero que no obstante puede también arrancar y rechazar. El mismo se ha hecho vid en el Hijo, se ha identificado para siempre y ontológicamente con la vid”.

“La vid significa ─dice el Papa─ la unión indisoluble de Jesús con los suyos  que, por medio de Él y con Él, se convierten todos en "vid", y que su vocación es "permanecer" en la vid”.

“La vid ya no puede ser arrancada, ya no puede ser abandonada al pillaje. Pero en cambio hay que purificarla constantemente. Purificación, fruto, permanencia, mandamiento, amor, unidad: éstas son las grandes palabras clave de este drama del ser en y con el Hijo en la vid, un drama que el Señor con sus palabras nos pone ante nuestra alma. Purificación: la Iglesia y el individuo siempre necesitan purificarse. Los actos de purificación, tan dolorosos como necesarios, aparecen a lo largo de toda la historia, a lo largo de toda la vida de los hombres que se han entregado a Cristo”.

Purificación y fruto van unidos; sólo a través de las purificaciones de Dios podemos producir un fruto que desemboque en el misterio eucarístico, llevando así a las nupcias, que es el proyecto de Dios para la historia. Fruto y amor van unidos: el fruto verdadero es el amor que ha pasado por la cruz, por las purificaciones de Dios. También el "permanecer" es parte de ello. En Jn 15, 1-10 aparece diez veces el verbo griego ménein (permanecer). Lo que los Padres llaman perseverantia –el perseverar pacientemente en la comunión con el Señor a través de todas las vicisitudes de la vida– aquí se destaca en primer plano”.

Al principio del mes de mayo, Mes de la Virgen, acudimos a Nuestra Señora, para pedirle con confianza que nos ayude a nunca separarnos de su Hijo, y que nos de la fortaleza para aceptar con alegría todas las purificaciones por las que Él quiera que pasemos.  

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