sábado, 25 de enero de 2014

Jesucristo: Luz en las sombras

Mañana celebraremos el Tercer Domingo del Tiempo Ordinario. Durante estas semanas, después de la Navidad y antes de la Cuaresma, la Iglesia nos invita a detenernos en la contemplación de los comienzos de la Vida Pública del Señor. Y también es una época especialmente propicia, al inicio del año civil, para descubrir la grandeza de la vida corriente.


Estas últimas palabras, que destacamos con negritas, son el título de una homilía de san Josemaría Escrivá de Balaguer, fundador del Opus Dei.

Hace unos días, la Santa Sede comunicó oficialmente la fecha y el lugar en el que se llevará a cabo la ceremonia de la beatificación de Don Álvaro del Portillo, primer sucesor de San Josemaría. Será beatificado, en Madrid, el próximo 27 de septiembre.

Don Álvaro, consagrado Obispo en los últimos años de su vida fue un hombre que supo descubrir la grandeza de la vida corriente y ordinaria. Tenía un carácter lleno de sencillez. Amaba las cosas pequeñas. Disfrutaba y daba gracias a Dios por todo. Infundía paz, por el buen humor y la normalidad con que acogía todos los sucesos de la vida; los buenos y los que parecerían “malos”, pero en los que él sabía también ver la voluntad de Dios.

A los treinta años de edad, recibió la ordenación sacerdotal y fue siempre un sacerdote ejemplar. La mayor parte de su vida la pasó, oculto, al lado de san Josemaría. Por especial gracia de Dios, destacó en la virtud de la humildad. Sonreía y callaba. Fue siempre muy dócil a la acción del Espíritu Santo en su alma. En definitiva, don Álvaro supo vivir la vida de Cristo en su propia vida.

Mañana los textos de la liturgia de la Palabra nos hablan de Cristo, Luz que brilla en la tierra de sombras (cfr. Is 8, 23b – 9, 3 y Mt 4, 12-23). Y nos invitan a tratar de contemplar los primeros pasos de la predicación del Señor en Galilea.

Galilea de los gentiles, camino del mar, tierra de Zabulón y Neftalí, era una región de Israel muy paganizada. Había, en tiempos de Jesús, mucha mezcla racial: griegos, romanos, sirios, fenicios…, y también judíos, pero con una fuerte influencia multicultural. En esa tierra es donde Cristo quiso comenzar su predicación del Reino de los Cielos.

También nuestro mundo actual está secularizado. También nosotros notamos muchas sombras y tinieblas a nuestro alrededor. Y Cristo —que vive, que es el mismo ayer hoy y siempre—, vuelve a iluminar hoy toda la realidad humana, con la misma fuerza que hace dos mil años.

Como a los que le escuchaban en la ciudad de Cafarnaúm, también a nosotros nos llama a la conversión: “convertíos porque está cerca el reino de los cielos” (Mt 4, 17).

Hoy, 25 de enero, termina el Octavario por la Unidad de los Cristianos y celebramos la fiesta de la Conversión de San Pablo, una ocasión  espléndida para reflexionar sobre la conversión. 

Y, lo primero que nos preguntamos es ¿qué significa eso de convertirse?, y ¿cómo podemos convertirnos? 

Convertirse es cambiar, ir de las sombras a la luz, de la visión puramente humana a la fe. Es tener una disposición abierta para volvernos hacia Dios. Lo se tiene que convertir es el corazón. De poco sirve cambiar algunas actitudes exteriores si no cambia nuestro interior. Y, para eso, es necesaria la penitencia y a contrición, es decir, el dolor sincero de nuestros pecados. Convertirse es decir al Señor: “Jesús, perdóname. Reconozco mis faltas, mis errores, mis negligencias, mis omisiones. Quiero cambiar. Detesto todo lo que me aparta de ti. Me gustaría ya nunca ofenderte. Dame tu Luz y tu Fuerza. Sin ti no puedo nada. Ayúdame a recomenzar mi vida cerca de ti. Lléname de tu Amor”; o como solía repetir con frecuencia san Josemaría: “enciéndeme, purifícame, enséñame a amar”.

Además de “iluminar” a los hombres con su Palabra, Jesús decidió, desde el principio, reunir en torno a sí a un grupo de hombres sencillos, pero fieles, que fueran como el fundamento de la Iglesia. Los apóstoles decidieron seguir al Señor inmediatamente. Bastó una llamada clara del Maestro para que dejaran todo: sus redes, sus barcas, a su padre…, todo.

Jesús quería dejar claro, en la práctica, la importancia de saber estar unidos. La Iglesia es la Comunión de los hombres con Dios y entre sí, en Cristo por el Espíritu Santo.

En la segunda lectura de la Misa, San Pablo se dirige a los Corintios para pedirles que sepan ponerse de acuerdo, que tengan un mismo lenguaje, que vivan unidos en un mismo pensar y sentir (cfr. 1 Co 1, 10-13.17). También eso es conversión: dejar atrás el egoísmo y la visión estrecha para abrazar a todos los hombres, en Cristo y unirnos con lazos de Amor verdadero.  

¿De qué lenguaje habla el Señor? Del lenguaje de la caridad. En nuestro mundo es importante conocer diversos lenguajes: los idiomas, el lenguaje de la ciencia, los lenguajes cibernéticos, los lenguajes de la mercadotecnia, etc. Pero el lenguaje más importante es el de la caridad. ¡Qué útil y trascendente es saber tratar bien a nuestros hermanos! ¡Cuánto se consigue sabiendo manejar bien el lenguaje de la comprensión, de la finura, de la buena educación, de la sensibilidad para hacernos cargos de la situación de los demás!

Es verdad que los hombres somos muy diferentes. Hay una gran variedad en la raza humana. Pero eso no debe producir divisiones entre nosotros. Al contrario, lo hemos de ver como una gran riqueza. Lo que San Pablo pedía a los de Corinto era que supieran convivir y no distanciarse unos de otros por pequeñeces.

¿Qué es lo que más separa a los hombres entre sí? La soberbia, el orgullo. En cambio, la humildad une, facilita todo, rompe barreras. 

Nos dice San Pedro en su primera carta: «Todos, en fin, inspiraos recíprocamente y ejercitad la humildad, porque Dios resiste a los soberbios, pero a los humildes da su gracia. Humillaos pues bajo la mano poderosa de Dios, para que os exalte al tiempo de su visita, descargando en su seno todas vuestras solicitudes pues el tiene cuidado de vosotros» (1 Pe 5, 5-7).

Y el apóstol Santiago: «Dios resiste a los soberbios y da su gracia a los humildes» (Sant 4, 6).

Jesús nos asegura que  son «bienaventurados los mansos (los humildes) porque ellos heredarán la tierra» (Mt 5,4).

Y San Pablo destaca la preferencia de Dios por los pequeños: «Eligió Dios la necedad del mundo para confundir a los  sabios y eligió la flaqueza del mundo para confundir a los fuertes; y lo plebeyo, el desecho del mundo, lo que no es nada, lo eligió Dios para destruir lo que es, para que nadie pueda gloriarse ante Dios» (1 Cor 1, 27-29).

Estas citas del Nuevo Testamento nos pueden ayudar a valorar la humildad como fundamento de la caridad y la unidad.     

San Juan María Vianney comenta lo siguiente sobre la virtud de la humildad: «Preguntaba un día Sta. Teresa al Señor porqué en otro tiempo el Espíritu Santo se comunicaba con tanta facilidad a los personajes del Antiguo Testamento, patriarcas o profetas, declarándoles sus secretos, cosa que no hace al presente. El Señor le respondió que ello era porque aquellos eran más sencillos y humildes, mientras que en la actualidad los hombres tienen el corazón doble y están llenos de orgullo y vanidad» (Cura de Ars, Sermones escogidos, Neblí, p. 563).

Y en un sermón sobre la humildad decía: «Se refiere en la Vida de San Antonio que Dios le hizo ver el  mundo sembrado de lazos que el demonio tenía preparados para hacer caer a los hombres en pecado. Quedó de ello tan sorprendido, que su cuerpo temblaba como la hoja de un árbol y dirigiéndose a Dios le dijo: “Señor ¿quién podrá escapar de tantos lazos?” Y oyó una voz que le dijo: “Antonio, el que sea humilde; pues Dios da a  los humildes la gracia necesaria  para que puedan resistir a la tentaciones; mientras que el demonio se divierte con los orgullosos que caerán en pecados en cuanto sobrevenga la ocasión. Pero a las personas humildes el demonio no se atreve a atacarlas”» (Sto. Cura de Ars, Sermón sobre la humildad).

Terminamos considerando brevemente la humildad de Nuestra Señora. Ella, dice un antiguo escritor, es como una gota de rocío: limpia y trasparente. Nosotros, como un charco de agua sucia. Ella es como un diamante puro. Nosotros, como un trozo de carbón. María tiene nuestra misma naturaleza, pero en Ella no hay obstáculos que la separen de Dios. Deja pasar toda la gracia. Porque Dios miró la humildad de su esclava, la llamarán bienaventurada todas las generaciones. Por eso es capaz de aplastar la cabeza del Dragón infernal. El diablo es impotente ante la humildad de María. 

sábado, 18 de enero de 2014

Todos unidos en Cristo

En el Segundo Domingo del Tiempo Ordinario, todas las lecturas de la Misa se centran en Jesucristo. No podía ser de otra forma. La Sagrada Escritura está toda centrada en Cristo, tanto el Nuevo como el Antiguo Testamento. Sin embargo, en este próximo domingo, este hecho fundamental de nuestra fe (la centralidad en Cristo) se manifiesta de una manera patente.


La Primea Lectura, tomada del Profeta Isaías, trata sobre el Siervo de Yahvé, el Elegido de Dios, que es Luz de las Naciones. En parte, las palabras de este texto se refieren al mismo Isaías pero, sobre todo, se refieren a Cristo.

El Salmo Responsorial es un canto de confianza en Dios. Tiene su máximo sentido cuando se lee desde Cristo, siendo el Señor el que dirige su oración a su Padre Celestial.

La Segunda Lectura, de San Pablo, es una confesión del Apóstol y una declaración maravillosa de que toda su vida está centrada en Cristo, desde su llamada a ser apóstol, en Cristo y por Cristo, hasta la misión que llena toda su vida: anunciar a Cristo a las naciones.

Benedicto XVI, en su catequesis del 8 de noviembre de 2006, se hace dos preguntas que nos parecen de la máxima importancia para nuestra vida: ¿Cómo se produce el encuentro de un ser humano con Cristo?, y ¿En qué consiste la relación, entre Dios y el hombre, que se deriva de ese encuentro?

El Papa respondía a la primera pregunta con una sola palabra: fe. Efectivamente, nuestro encuentro con Cristo es por medio de la fe. No lo vemos, no lo tocamos, no experimentamos su presencia física. Sin embargo, por la fe, por la seguridad plena que nos da la fe, podemos poner el fundamento de toda nuestra vida en Cristo, como lo hace San Pablo: “vivo en la fe del Hijo de Dios, que me amo y se entregó por mí” (Gal, 2 20).

Pero, una vez conocido el fundamento de nuestra relación con Cristo, ahora nos tenemos que preguntar ¿cómo nos relacionamos con Él?

Benedicto XVI responde que hay dos momentos de nuestra relación con Cristo: la humildad y la alegría.
En primer lugar, la humildad. Antes que nada, hemos de reconocer a Cristo como a nuestro Dios y Señor, y manifestarle nuestra adoración, alabanza, respeto, y también santo temor. El temor a Dios no es miedo hacia Él, sino miedo y temor de ofenderle, de alejarnos de Él por el pecado.

Para esta primera actitud se necesita la humildad, que nos hace reconocer la grandeza de Dios y nuestra pequeñez; y que también nos da conciencia de nuestra indignidad y de la necesidad de pedir perdón al Señor porque, con nuestros pecados, hemos contribuido a los sufrimientos de su Pasión y de su Muerte.
Así es como somos bautizados en la muerte de Cristo. Especialmente por el Bautismo y por la Penitencia vivimos sacramentalmente esta primera dimensión de nuestra relación con Cristo: morir con Él, para luego resucitar con Él.

El orgullo del hombre impide que pueda ser bautizado con el Fuego del Espíritu Santo. Una persona verdaderamente humilde nunca se enorgullecerá de los dones que ha recibido, ni presumirá de su talento, santidad o humildad. Es necesario someter nuestra voluntad a la de Dios. Solamente así se puede recibir el Don del Espíritu Santo  (cfr. MDM, mensaje del 5 ene 2014).

La segunda dimensión o momento de nuestra relación con Cristo es la alegría, el gozo inmenso de sabernos amados por Él; de saber que ha perdonado nuestros pecados y nos ha hecho hijos del Padre y herederos de la Gloria.

Esta dimensión de la vida cristiana se manifiesta en el agradecimiento. Como dice San Josemaría Escrivá de Balaguer en la octava estación de su “Via Crucis”, “¡qué poco es una vida para reparar!”. Nosotros podríamos decir también: ¡que corta es la vida para convertirla en una continua acción de gracias!

Y la mejor manera de agradecer a Jesús todo su Amor es participar gozosamente en la Santa Misa. La palabra Eucaristía, griega, se traduce al castellano por Acción de Gracias. Por otra parte, el mejor ejemplo de acción de gracias a Dios lo tenemos en Nuestra Madre, que en casa de Isabel entona un Cántico de agradecimiento y humildad, el Magnificat, que será siempre un modelo acabado de oración. 

Hoy comienza el Octavario para la Unidad de los Cristianos. El día 25 de enero celebraremos la fiesta de la Conversión de San Pablo. Toda la Iglesia reza por la unidad de todos los que creemos en Cristo. Esto precisamente es lo que nos une: nuestra fe en Cristo; nuestra convicción profunda de que “de hecho, en ningún otro hay salvación, porque no hay bajo el cielo otro nombre dado a los hombres mediante el cual podamos ser salvos” (Hech 4, 12).

Terminamos nuestra reflexión de hoy con las palabras de Juan el Bautista, en su encuentro con Cristo (Evangelio de la Misa): “Yo he visto y he dado testimonio de que este es el Hijo de Dios”. “Este es quien bautiza en el Espíritu” (Jn 1, 33.34).

Nosotros también queremos dar testimonio de nuestra fe en Cristo. Durante estos días podemos tener en cuenta algunas consideraciones que hacía la teóloga alemana Jutta Burggraf el 15 de enero de 2007, a propósito del ecumenismo.

El ecumenismo no es una cuestión de doctrina teológica ni de colaboración pastoral, sino de oración y de caridad”. 

“La esperada unidad no será un producto de nuestras fuerzas, sino «un don que viene de lo alto». Su verdadero protagonista es el Espíritu Santo, quien nos conduce, por los caminos que quiere, hacia la madurez cristiana”.

En la oración encontramos sobre todo a Dios, pero de manera especial también a los demás. Cuando rezo por alguien, le veo a través de otros ojos, ya no con aquellos llenos de sospecha o de ánimo de control, sino con los ojos de Dios. De esta manera, puedo descubrir lo bueno en cada persona, en cada planteamiento. Dejo aparte mis prejuicios y comienzo a sentir simpatía por el otro”.

Rezar significa, purificar el propio corazón, para que el otro verdaderamente pueda tener sitio dentro de él. Si tengo prejuicios o recelos, cualquiera que entre en ese recinto recibirá un golpe rudo. Tenemos que crear un lugar para los demás en nuestro interior. Tenemos que ofrecerles nuestro corazón como lugar hospitalario, donde puedan encontrar mucho respeto y comprensión”.

“Podemos estar seguros de que una persona contribuye más a la unidad de la Iglesia cuando procura transmitir el amor de Dios a los demás, que cuando se dedica a los diálogos teológicos más eruditos con un corazón frío”.

Amemos siempre a los demás, incluso con sus faltas, tal como los ama Cristo. Cuando miremos a nuestros hermanos, hagámoslo a través de los ojos de Jesús. Mostremos compasión a todos los que nos desagradas, nos ofenden o nos hacen algún daño, pues Jesucristo nos ama a todos. Si amamos al Señor también manifestaremos nuestro amor a todos los que se pongan en contacto con nosotros. El amor es contagioso, porque viene de Dios. Sólo el bien puede venir del amor (cfr. MDM, mensaje del 9 ene 2014). 

sábado, 11 de enero de 2014

El Bautismo del Señor

En la víspera de la Fiesta del Bautismo de Jesús, nos disponemos a meditar este misterio que tiene grandes consecuencias para nuestra vida cristiana. Vemos a Jesús "en la cola de los pecadores" (son palabras de Benedicto XVI). Es impresionante su humildad. Jesús es paciente, sabe esperar. Pasa por la humillación de parecer un pecador más que se dispone a recibir el bautismo de penitencia de Juan.

Pintura de Juan Navarrete, el Mudo (1570)
¿Y nosotros? ¿También le pedimos perdón al Señor por nuestros pecados reales? ¿Aprovechamos la meditación de este misterio para aumentar nuestro espíritu de penitencia? 

El pecado está cada vez más presente en el mundo y la purificación está en camino (cfr. Jabez, 7 ene 2014). “Ya están cerca las tinieblas absolutas de la Humanidad” (..). El pecado ciega el alma y embota la mente”. Aún estamos a tiempo de rectificar nuestra vida. Acudamos a María, la Santa de las santas (cfr. Vidente de Jaén, 5 ene 14). ¡Qué importante es pedir perdón ahora, por nuestros pecados y por los pecados de todo el mundo!

Un gran bien que podemos hacer, actualmente, en la Iglesia es conservar el sentido del pecado, es decir, ayudar a todos a no perder de vista la maldad del pecado, que es la causa de todos los males de la humanidad. Si alguna vez, alguno en la Iglesia sostuviera que algunos pecados ya no lo son, entonces habría llegado el día del principio del fin. Hemos de estar atentos a la llegada de ese día. Será el día en que la Iglesia entrará en el tiempo de la oscuridad (cfr. MDM, 30 dic 2013).

En la Oración de Cruzada n° 131, la Virgen nos enseña a pedir misericordia por aquellos que están alejados de Dios, para se conviertan durante el Aviso y luego en el Día final (cfr. MDM, 28 dic 2103, 23:50).

El bautismo de Jesús es el inicio de su vida pública, y es la ocasión que ha destinado el Padre para proclamarlo Hijo suyo predilecto.

«Apenas se bautizó Jesús, salió del agua; se abrió el cielo y vio que el Espíritu de Dios bajaba como una paloma y se posaba sobre él. Y vino una voz del cielo que decía: "Éste es mi Hijo, el amado, mi predilecto"».

En la vida de Cristo encontramos un Amor se­creto, que ha sido el motivo inspirador de todo lo que ha hecho: su amor para con el Padre celestial. El Amor es lo que hace que permanezca la Luz de Dios en un mundo que está a oscuras (cfr. MDM, 26 dic 2103).

Verdaderamente, Él no decía «Padre», sino Abba, que signifi­ca papá, padre mío, padre querido. Era un modo nuevo e inaudito de dirigirse a Dios, al mismo tiempo lleno de infinito respeto e infinita confianza. Ahora bien, con ocasión del bautismo en el Jordán descubrimos que este amor es recíproco. El Padre procla­ma a Jesús su «Hijo predilecto» y manifiesta toda su complacen­cia enviando sobre él el Espíritu Santo, que es su amor mismo personificado.

En el fondo, todo el misterio de Cristo en el mundo se puede resumir con esta palabra: "bautismo", que en griego significa "inmersión". El Hijo de Dios, que desde la eternidad comparte con el Padre y con el Espíritu Santo la plenitud de la vida, se "sumergió" en nuestra realidad de pecadores para hacernos participar en su misma vida: se encarnó, nació como nosotros, creció como nosotros y, al llegar a la edad adulta, manifestó su misión iniciándola precisamente con el "bautismo de conversión", que recibió de Juan el Bautista. Su primer acto público fue bajar al Jordán, entre los pecadores penitentes, para recibir aquel bautismo. Naturalmente, Juan no quería, pero Jesús insistió, porque esa era la voluntad del Padre (cf. Mt 3, 13-15).

¿Por qué el Padre quiso eso? ¿Por qué mandó a su Hijo unigénito al mundo como Cordero para que tomara sobre sí el pecado del mundo? (cf. Jn 1, 29). El evangelista narra que, cuando Jesús salió del agua, se posó sobre él el Espíritu Santo en forma de paloma, mientras la voz del Padre desde el cielo lo proclamaba "Hijo predilecto" (Mt 3, 17). Por tanto, desde aquel momento Jesús fue revelado como aquel que venía para bautizar a la humanidad en el Espíritu Santo: venía a traer a los hombres la vida en abundancia (cf. Jn 10, 10), la vida eterna, que resucita al ser humano y lo sana en su totalidad, cuerpo y espíritu, restituyéndolo al proyecto originario para el cual fue creado.

El fin de la existencia de Cristo fue precisamente dar a la humanidad la vida de Dios, su Espíritu de amor, para que todo hombre pueda acudir a este manantial inagotable de salvación. Por eso san Pablo escribe a los Romanos que hemos sido bautizados en la muerte de Cristo para tener su misma vida de resucitado (cf. Rm 6, 3-4). Y por eso mismo los padres cristianos tan pronto como les es posible, llevan a sus hijos a la pila bautismal, sabiendo que la vida que les han transmitido invoca una plenitud, una salvación que sólo Dios puede dar. De este modo los padres se convierten en colaboradores de Dios no sólo en la transmisión de la vida física sino también de la vida espiritual a sus hijos (cfr. Benedicto XVI, Homilía 13-I-2007).

El día del bautismo del Señor es uno de los momentos en los que se revela claramente el Misterio de la Santísima Trinidad. El Padre da testimonio del Hijo. Jesús es el Ungido por el Espíritu. Jesús es el Mesías (en hebrero), el Cristo (en griego), el Ungido (en castellano).

Jesús, con su Bautismo da la virtud al agua para ser capaz de transformarnos en hijos de Dios. En esta fiesta podemos agradecer nuestra filiación divina. Nunca hemos de pensar que no podemos acudir a Dios, pues es nuestro Padre (cfr. MDM, 28 dic 2103, 23:36).

Todos los santos nos invitan a no olvidar el significado de nuestro bautismo. Por ejemplo, San Josemaría Escrivá de Balaguer, que recibió el bautismo precisamente el día del Bautismo del Señor (porque era una costumbre hacerlo así en su tierra), no se cansaba de agradecer este gran don de Dios. Nosotros también, ahora, podemos agradecer nuestro bautismo y ser conscientes de las enormes gracias que hemos recibido y de las potencialidades, que no podemos ni imaginar, que tiene haber recibido este Sacramento.

San Francisco de Sales solía decir que entre Jesucristo y los buenos cristianos no existe más diferencia que la que se da entre una partitura y su interpretación por diversos músicos. La partitura es la misma, pero la interpretación suena con una modalidad distinta, personal; y es el Espíritu Santo quien la dirige contando con las distintas maneras de ser de esos instrumentos que somos nosotros. ¡Qué inmenso valor adquiere entonces todo lo que hacemos: el trabajo, las contrariedades diarias bien llevadas, los pequeños y grandes servicios, el dolor...! Sí, Dios se complace en nosotros, porque en cada uno ve la imagen de su Hijo preferido. 

sábado, 4 de enero de 2014

Epifanía: la Gran Luz

Jesús es la Gran Luz que ilumina el mundo. Él está presente en cada uno de los Sagrarios de toda la tierra. Desde ahí, ocultamente, nos llena de la Luz de la Verdad y de su Amor. En la Solemnidad de la Epifanía, nos postramos para adorarle y ofrecerle nuestros dones. Lo que busca el Diablo es sembrar el odio entre los hombres. El Amor que Dios nos participa es lo que permite que brille la Luz de Dios en un mundo de oscuridad (cfr. mensaje a MDM, 26 dic 2013). Dios nos ama con ternura a cada uno. Nunca pensemos que no podemos acudir a Él, pues es nuestro Padre (cfr. mensaje a MDM, 28 dic 2013). 


Jesús: la Gran Luz que vino al mundo

“¡Levántate, brilla, Jerusalén, que llega tu luz; la gloria del Señor amanece sobre ti! Mira: las tinieblas cubren la tierra, y la oscuridad los pueblos, pero sobre ti amanecerá el Señor, su gloria aparecerá sobre ti. Y caminarán los pueblos a tu luz, los reyes al resplandor de tu aurora” (cfr. Is 60, 1-6; Primera Lectura de la Solemnidad de la Epifanía, Ciclo A).

Mientras la oscuridad y las tinieblas cubren a todos los pueblos de la tierra, a Jerusalén llega la Gran Luz. Jesús, es el nuevo Sol que ha surgido en el horizonte de la humanidad. Llega en la plenitud de los tiempos. Sin embargo, la historia no ha concluido. Sigue su curso, aparentemente igual, pero en realidad ya  ha sido visitada por Dios y orientada hacia la Segunda y definitiva Venida del Señor al final de los tiempos (cfr. Benedicto XVI, Homilía en las Vísperas de la Solemnidad de María, Madre de Dios, 31 dic 2006).

Hace 2000 años apenas se notaba exteriormente esa Gran Luz. El grandioso relato del profeta Isaías nos presenta lo que ha sido y llegará a ser esa peregrinación de todos los pueblos de la tierra para adorar al Niño. Pero todo comenzó de manera muy discreta, como nos lo cuenta San Mateo en el texto que leemos hoy en el Evangelio de la Misa.  

No conocemos aún, de manera plena, la Fuerza de la Luz de Jesucristo. La entenderemos completamente en el Día del Juicio. Entonces, sólo los puros y humildes de corazón podrán mantenerse en pié. Ese día el Señor nos purificará completamente y habrá terminado nuestro libre albedrío, tal como lo conocemos ahora, pues nos rendiremos en total obediencia al Amor de Dios. Es decir, seguiremos teniendo libertad, pero ya fijada en el Bien. Libremente decidiremos amar a Dios por toda la eternidad.

Mientras tanto, somos vulnerables a ser tentados por Satanás, por la humana fragilidad causada por el pecado. Sin embargo, la fuerza del demonio no es tan grande como la de Cristo (cfr. mensaje a MDM, 20 dic 2013). Durante nuestro peregrinar terreno, ninguno estamos seguros. Satanás espera que caigamos. Podemos caer. Somos vulnerables. De ahí la necesidad de estar vigilantes contra las asechanzas del Enemigo, y no dar lugar al Diablo: que no tenga derecho sobre nuestras almas; que rompamos decididamente con el pecado (cfr. mensaje a Jabez, 30 dic 2013).  

La gran oscuridad que cubre la tierra en estos momentos, es especialmente densa en la Iglesia. Los enemigos de la Iglesia buscan atacar su Centro, que es la Eucaristía, que nos es sólo un símbolo, sino la Verdadera Carne y Sangre de Cristo. La Palabra se ha hecho Carne y ha habitado entre nosotros (cfr. mensaje a MDM, 21 dic 2013).

Por eso, en estos tiempos, hemos de amar mucho la Eucaristía: hacer muchas visitas al Santísimo, como recomendaba la Virgen a las niñas en Garabandal. También a nosotros nos lo dice ahora. Es necesario adorar la Sagrada Eucaristía, más que nunca. Es el Ancla de nuestra salvación, la Roca firme en que apoyarnos. “Haced el único propósito que importa. Prometed honrarme y dar gloria a mi Santísimo Nombre cada día de vuestra vida” (mensaje a Jabez, 31 dic 2013).

Reconocer el Misterio de Cristo, para ofrecerle dones

“Hemos visto salir su estrella y venimos a adorar al Señor”. “Al ver la estrella, se llenaron de inmensa alegría. Entraron en la casa, vieron al niño con María, su madre, y cayendo de rodillas lo adoraron; después, abriendo sus cofres, le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra” (cfr. Mt 2, 1-12).

También nosotros, como los Reyes Magos, le presentamos a Jesús, en la Eucaristía, nuestros dones: el oro fino del espíritu de desprendimiento del dinero y de los medios materiales, el incienso de nuestra oración y de los deseos de amor a Dios que suben hasta el Señor, y la mirra de nuestros sacrificios y de nuestra unión con Cristo en la Cruz (cfr. San Josemaría Escrivá de Balaguer, Es Cristo que pasa, nn. 36 y 37).  

“Se me dio a conocer por revelación el misterio, que no había sido manifestado a los hombres en otros tiempos, como ha sido revelado ahora por el Espíritu a sus santos apóstoles y profetas” (cfr. Ef 3, 2-6; Segunda Lectura de la Solemnidad de la Epifanía, Ciclo A).

La Epifanía es la fiesta de la manifestación de Dios a todos los pueblos, representados por los Magos venidos de Oriente, y la fiesta de la Fe. En Jesucristo, se nos ha dado a conocer el Misterio que no había sido revelado a los hombres en otros tiempos. El “Deus absconditus”, el Dios escondido y eterno, nos acompaña en el tiempo sin abandonarnos nunca. Siempre vela por la humanidad con la fidelidad de su amor misericordioso (cfr. Benedicto XVI, Homilía en las Vísperas de la Solemnidad de María, Madre de Dios, 31 dic 2005). Caminamos en la oscuridad de la fe que, a la vez, es luz potente que ilumina toda nuestra vida.

Los Magos buscaban las huellas de Dios en su creación. Tenían la certeza de que es posible vislumbrar a Dios en el universo creado, que no es el resultado de la casualidad. En la belleza y racionalidad del mundo leemos la racionalidad eterna de Dios (cfr. Benedicto XVI, Homilía en la Epifanía del Señor, 6 ene 2011).
 
Al ver de nuevo la estrella los Magos se llenaron de inmensa alegría. La luz de la estrella les lleva, guiados por la afirmación de la Sagrada Escritura de que el Mesías debería nacer en Belén, hacia Jesús, la Gran Luz. Si la vista de la estrella les llenó de alegría, ¿cómo sería de grande su gozo al contemplar al Niño, en quien vieron al mismo Dios, pues lo adoraron y presentaron sus dones? Necesitan la luz de la estrella, pero también la luz de la Sagrada Escritura, para encontrar al Niño. Y también necesitaron tener el corazón limpio: "Bienaventurados los limpios de corazón porque ellos verán a Dios" (Mt 5, 8). En su último mensaje, en Medjugorje, la Virgen nos dice lo siguiente: "Yo estoy con vosotros. Camino con vosotros como madre. Llamo a vuestros corazones, que no se pueden abrir porque no sois humildes" (mensaje en Medjugorje, 2 ene 2014).

¿Qué es lo que tenían los Magos que les permitió ver a Dios en Jesús? ¿Qué es es lo que faltaba a Herodes y a los sabios de Israel, que les impidió poder reconocer al Niño? La humildad, la inocencia. La verdadera sabiduría es la humildad. Sólo siendo humildes, nosotros también, sabremos mirar a Jesús, como hombre, y adorarlo como Dios. Jesús nos echa los brazos al cuello para decirnos que nos necesita. 
  
Como los Magos, la Iglesia, sostenida por el Espíritu Santo, "continúa su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y de los consuelos de Dios" (san Agustín, De civitate Dei, XVIII, 51, 2), sacando su fuerza de la ayuda del Señor.

La luz del peregrino es la fe que, en estos momentos, está siendo tan atacada. Es un ataque sutil. Tratan de alejarnos de Dios, de Jesucristo, de su Palabra, de su Carne y Sangre. Buscan sustituir todo eso con argumentos y acciones puramente humanas, que carecen de la fuerza de Dios (cfr. mensaje a MDM, 25 dic 2013).

Somos peregrinos, en viaje, hacia la Casa del Padre. Como San Juan de la Cruz, cuando escapaba de su prisión toledana, nosotros también caminamos "sin otra luz y guía, sino la que en el corazón ardía, más clara que la luz de mediodía" (Poema de la Noche Oscura). Es la luz de la fe, que pedimos nos aumente el Señor en esta Fiesta de la Fe: la Epifanía, la Manifestación de Dios a los hombres.

Sobre la estrella de Belén, puede leerse el interesante artículo de Antonio Yagüe, De la estrella de Belén a la gran señal en el Cielo de la Mujer del Apocalipsis, en Religión y Libertad. Entre otras cosas, se menciona la relación que tienen las 46 estrellas del manto de la Virgen de Guadalupe con lo que sucederá al final de los tiempos, según está profetizado en el Apocalipsis y también en los mensajes que la Virgen nos dio en Garabandal. Cfr. los vídeos, sobre todo esto, en su canal en YouTube.  

miércoles, 1 de enero de 2014

Un nuevo año, una nueva etapa

Durante el año 2012 decidimos conocer a fondo los mensajes actuales, de videntes de todo el mundo, que anuncian un cambio profundo del mundo en nuestra época. Nos parecía que era importante colaborar, de alguna manera, en la tarea de prepararnos para el Aviso anunciado por la Virgen en Garabandal. Y, ¿qué mejor que difundiendo lo que esos mensajeros de Dios proclamaban? 


Por eso, comenzamos el blog GARABANDAL 2012, que tenía la característica de dar a conocer, casi diariamente, los mensajes de los videntes, que nos parecían de más relieve.

En enero de 2013, pensamos que valía la pena iniciar un nuevo blog, titulado ECOS DE GARABANDAL, en el que dejaríamos de informar todos los días de los mensajes leídos, para pasar a una nueva etapa, más reposada. Nuestro objetivo, de hace un año, era difundir, sobre todo, el mensaje de GARABANDAL y, al mismo tiempo, seguir informando, semanalmente, mediante reseñas breves, sobre los principales mensajes aparecidos en internet.

A lo largo de estos meses, nos parece que hemos cumplido nuestra meta.

Ahora, al comenzar un nuevo año, hemos pensado comenzar otra nueva etapa. Aunque es útil estar informados del contenido de los mensajes de María de la Divina Misericordia, o de Pelianito, Darly Chagas, Jabez, etc., nos parece que ha llegado el momento de, sin dejar de leer, meditar y tener en cuenta esos mensajes, dirigir nuestra mirada más a fondo. Es decir, pensamos que más que observar cada uno de los árboles, hay que mirar el bosque, con una panorámica más amplia y, a la vez, más profunda.

A medida que se acercan los acontecimientos profetizados por muchos videntes del siglo XX y actuales, pensamos que lo más importante es prepararnos interiormente para el Aviso, siguiendo lo mejor posible los consejos que Nuestra Señora nos dio en Garabandal: hacer penitencia, aumentar nuestro amor a la Eucaristía, rezar por la Iglesia, procurar vivir una vida íntegra y coherente con nuestra fe.

Por esta razón, a partir de ahora, sólo publicaremos un post semanal, ordinariamente los sábados, en el que haremos una reflexión breve sobre los textos que nos presenta la Liturgia de la Palabra cada domingo. La Biblia es el único libro de la Iglesia. Todos los demás son, de alguna manera, comentarios de la Palabra de Dios. Todos los santos han descubierto lo que Dios quería de ellos, leyendo y meditando las Sagradas Escrituras. 

Pero la Sagrada Escritura se puede glosar de muchas maneras. Nosotros procuraremos hacerlo a la luz de lo que Jesús y su Madre nos quieren decir en los momentos actuales, de cara a los Últimos Tiempos, en los que ya vivimos, según lo que la Virgen dijo a Conchita, desde que terminó el Pontificado de Benedicto XVI: el último Papa antes del comienzo de los Últimos Tiempos.

Por lo tanto, en nuestra reflexión de la Palabra de Dios, siempre iluminadora y eficaz, utilizaremos el contenido del mensaje de Garabandal, de los mensajes de los videntes actuales, y también, las enseñanzas del Magisterio Perenne de la Iglesia, particularmente de nuestro queridísimo Benedicto XVI, que ha dejado un legado riquísimo, de manera providencial, para que ahora, en los tiempos en los que nos encontramos, volvamos una y otra vez a meditarlo y sacar muchas luces para lo que Dios espera de nosotros.

También utilizaremos, en nuestros escritos, las palabras de algunos de los grandes santos de nuestra época y de épocas anteriores, que son una fuente grande de esperanza para nosotros.

Esperamos que este nuevo formato del blog guste a nuestros lectores. Quizá algunos extrañarán lo que hicimos en los años anteriores. Pero, aun así, nos parece que vale la pena aventurarse a iniciar esta nueva etapa que deseamos sea de mayor profundidad, de mayor calado espiritual y, en definitiva, de mayor provecho para nuestras almas, de cara a nuestra preparación para lo que cada vez está más cercano a nosotros. ¡Marana tha! ¡Ven Señor Jesús! 

En la Solemnidad de la Maternidad Divina de María, ponemos este nuevo empeño bajo la protección de la Virgen, que también es Madre nuestra. Que María nos guíe a todos, como Estrella de la Mañana, para que sepamos sortear las tribulaciones futuras y nos mantengamos fieles al Amor de Dios.