sábado, 1 de marzo de 2014

El Don de la alegría

Las tres lecturas de la Misa, de este VIII Domingo durante el año, nos invitan a reflexionar sobre la confianza y abandono en Dios, y a no preocuparnos ni angustiarnos por lo que sucede en esta vida. Es decir, nos ayudan a elevar la mira, para ver todo con más profundidad: con los ojos de Dios; y a buscar, ante todo, sus cosas y no las nuestras. Así estaremos siempre alegres.


La 1ª Lectura, de Isaías (49, 15)  nos recuerda la Providencia de Dios: “¿acaso olvida una mujer a su niño de pecho, sin compadecerse del hijo de sus entrañas? Pues aunque ésas llegasen a olvidar, yo no te olvido”.

Se ha dicho que el Gran Pecado del Aborto “es una prefiguración del infierno y de la condenación eterna” (El Triunfo de la Inmaculada. Dictados de Jesús a Marga, Madrid 2012, p. 200). Una madre puede rechazar al hijo de sus entrañas, pero Dios nunca dejará a sus hijos. Y nosotros somos sus hijos.

Podemos confiar plenamente en la Providencia de Dios. No pasa nada sin que Él no lo encauce para nuestro bien: “sabemos que todas las cosas cooperan para el bien de los que aman a Dios, de los que son llamados según su designio” (Rm 8, 28).

El hombre es libre y puede salirse, en cierta manera, de los planes previstos por Dios. Pero Él, que es el Señor de la Historia, tiene siempre nuevas alternativas. Se las ingenia para que, finalmente, todo se arregle, según sus planes llenos de amor y sabiduría por cada uno de sus hijos.

Nuestra Señora, se dirigía a Marga (ver post sobre Marga), el 23 de diciembre de 2009, con estas palabras: “¿Te das cuenta de que la mitad de las cosas por las que te preocupas, no suceden? ¿Y de que si suceden, si llegaran a suceder, tú ya no eres igual que cuando las piensas y te angustias, pudiendo sobrellevarlas fácilmente, con la Gracia de Dios?” (El Triunfo de la Inmaculada. Dictados de Jesús a Marga, Madrid 2012, p. 198).

Mañana leeremos, al comienzo de la Lectura del Evangelio, unas palabras de Jesús a sus discípulos, en el Sermón de la Montaña: “Por eso os digo: No os preocupéis por vuestra vida, qué comeréis; ni por vuestro cuerpo, con qué os vestiréis. ¿Acaso no vale más la vida que el alimento y el cuerpo que el vestido?” (Mt 6, 25).

Los hombres nos preocupamos excesivamente de todo lo que pasa aquí en la Tierra. En lugar de “ocuparnos” en lo que tenemos entre manos, nos “preocupamos” por lo que ha sucedido o por lo que pensamos que sucederá en el futuro. La imaginación —que es la loca de la casa, como decía Santa Teresa— nos llena el alma de intranquilidad y falta de paz: nos puede quitar la alegría.

El Señor nos previene ante este peligro y nos llama a estar serenos. Un hijo de Dios puede sufrir, puede tener penas grandes…, pero todas las tribulaciones las lleva con paz, con plena confianza en que Dios no nos deja.

Cuentan que, en cierta ocasión, Santa Teresa oía un sermón de un sacerdote. Tronaba el buen cura contra las monjas que se metían de fundadoras, sin otro fin —según él— que dar esparcimiento a sus libertades. Teresa, mientras tanto, sonreía serena, y con el rabillo del ojo leía su libro de horas en el que tenía escritas oraciones compuestas por ella misma: “Nada te turbe / Nada te espante. Todo se pasa / Dios no se muda. La paciencia todo lo alcanza / quien a Dios tiene /  Nada le falta: Sólo Dios basta” (Santa Teresa, Poesía 30).

Jesús termina sus recomendaciones sobre el abandono y la alegría con las siguientes palabras: “Buscad, pues, primero el Reino de Dios y su justicia, y todo lo demás se os dará por añadidura. Por tanto, no os preocupéis por el mañana, porque el mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su contrariedad” (Mt 6, 33-34).

¡Cuántas veces nuestra oración se reduce a habar al Señor de nuestra preocupaciones, de nuestras cosas, y no nos referimos, casi, a sus cosas, a las cosas de Dios!

Jesús le decía a Marga, el 29 de noviembre de 2009: “Ocupaos de Mí. Ocupaos de mis cosas. No os preocupéis de vosotros. No os preocupéis vanamente de vuestras cosas. Esto es lo que yo espero hoy de vosotros, si es que habéis venido a consolarme y si es que queréis consolarme. Quiero que siempre, al llegar a mi Presencia, primero me preguntéis por Mí. Me saludéis y entabléis un diálogo Conmigo de respeto y adoración, que Yo ya sé de vuestras penas, y esas las tengo muy grabadas en el Corazón. Que no por mucho repetírmelas se os van a solucionar. Vosotros buscáis soluciones mundanas, y Yo busco la Solución Sobrenatural, la Solución Verdadera y Final a todos vuestros problemas. Ésa que sólo busca la Salvación vuestra y la de los que os rodean. ¡Qué distinto se ve todo así!” (El Triunfo de la Inmaculada. Dictados de Jesús a Marga, Madrid 2012, p. 191).

Efectivamente, ¡qué distinto se ve todo así!, si nuestra vida está centrada en dar toda la gloria a Dios, y procuramos olvidarnos de nuestros problemas minúsculos, porque los abandonamos en las manos del Señor.

La 2ª Lectura de la Misa, tomada de la Primera Carta de San Pablo a los Corintios (4, 1-5), refuerza la idea central de este Domingo: dejar todo en manos de Dios y buscar su gloria antes que nada.

Una de las cosas más difíciles de dejar a un lado es nuestro propio juicio sobre nuestros hermanos. Todos los hombres tenemos una tendencia a juzgar a los demás. Por una parte, es natural que juzguemos sobre la moralidad de nuestras acciones o de las acciones de los otros. Es decir, tenemos una conciencia moral, que hay que buscar formar durante toda nuestra vida para acertar en lo que es bueno y poder así agradar a Dios.

Pero, incluso, cuando se trata de un juicio objetivo de las acciones humanas, hemos de ser muy precavidos, pues ¿cuántas veces nos faltan datos para poder emitir un juicio verdadero y justo, lleno de caridad?

Con mayor razón, hemos de cuidarnos mucho de juzgar las intenciones de los demás. No podemos juzgar a los demás en su interior. Sólo Dios es el que juzga. Ni siquiera somos capaces de juzgarnos a nosotros mismos, como nos enseña San Pablo. La conclusión es clara: “Por tanto, no juzguéis nada antes de tiempo, hasta que venga el Señor: El iluminará lo oculto de las tinieblas y pondrá de manifiesto las intenciones de los corazones; entonces cada uno recibirá de parte de Dios la alabanza debida” (1 Co 4, 5).       

En lugar de “pensar mal” para acertar —como dice el refrán—, lo que Dios nos pide es que, habitualmente, “pensemos bien” de los demás: confiemos en ellos, creamos lo que nos dicen. Sólo en un clima de confianza y respeto se puede convivir en las familias y en la sociedad. La desconfianza genera amargura y pesimismo. La confianza es fuente de alegría y de paz.

Concluimos con unas palabras de la Virgen a Marga, sobre la alegría, del 11 de enero de 2010, que resumen muy bien la cooperación del hombre con la gracia de Dios: “Mirad cómo el Demonio es un bicho atado y sometido si vosotros estáis conmigo y, como hijos de la Mujer, seguís la Obra Salvadora de Cristo. ¡No temáis! Y estad alegres. Dos condiciones para que él no anide ni reine en vosotros. Esto lo podéis hacer vosotros con vuestra voluntad. El resto, dejádmelo a Mí (…). El primer ascetismo lo tenéis que poner en vuestra voluntad (…). No podéis estar esperando a que os caiga del Cielo la alegría (…). Debéis poneros en marcha, o nunca jamás recaerá la alegría sobre vosotros. Y después de eso, Yo os haré fructificar y perseverar en la alegría. Pero poneos primero vosotros en camino.

Y, más adelante, continúa Nuestra Señor hablando a Marga: “¿Por qué he puesto este Don [la alegría del amor de Dios] como el principal? Porque a través de él, vuestra alma se esponja y puede aceptar todos los demás dones. Si el Demonio consigue abatiros en la tristeza, sabe bien que, detrás de eso, pueden entrar y tener cabida en vosotros todos los demás vicios y pecados. Observad a un hombre triste, y veréis detrás de él a un hombre pecador” (El Triunfo de la Inmaculada. Dictados de Jesús a Marga, Madrid 2012, pp. 210-211).

Un primer paso que podemos dar es procurar sonreír más a todos: “Tan solo la aceptación rendida de nuestra realidad, con todos sus límites e imperfecciones, permite el nacimiento de aquella alegría de siempre, cuya espiritualidad se encarna en el rostro y se abre en la sonrisa. La sonrisa atestigua que la alegría ha echado raíces en la pulpa espiritual de la persona. "El corazón alegre hace sonreír la cara", dice el libro de los Proverbios” (J.B. Torelló, Psicología abierta, p. 203).

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